Las familias son una especie de club privado con su propio lenguaje, su propio nivel de tolerancia y sus reglas. Todas las familias comparten algo, algunos, como los vecinos, son fanáticos del fútbol y se reúnen todos a ver los partidos y gritar los goles de su equipo; la familia de mi compañero, Hugo Marino, comparten tardes de lecturas diarias, y los fines de semana visitan algún museo del arte o museo histórico; la familia de Dylan Romero, todos son fanáticos de las pastas, tallarines, ravioles, ñoquis, lasagna. Y así, si piensas un poco seguro encontrarás ese punto en común familiar que padeces. Mi familia se caracteriza por algo un poco inusual: cada uno de los miembros de mi familia padece una fobia extraña. Antonio Espanto, mi papá, desde muy pequeño padece turofobia, miedo al queso, y se enloquece si huele cualquier variedad de queso, es por eso que en mi casa nunca comemos pizza; mi madre, Fernanda, padece eufobia, miedo a recibir buenas noticias, una vez le dijeron que iban a darle un generoso aumento en su trabajo y tuvo que renunciar; a mi hermano mayor, Enrique, le diagnosticaron somnifobia, miedo a dormir, es por eso que tiene unas terribles ojeras aciagas y profundas que lo hacen parecer un zombie; mi hermana, Ana, tiene xantofobia, miedo al color amarillo, así que en mi hogar no hay nada de ese color y ni siquiera voy a contarles lo que pasó con los pollitos del vecino; mi abuelo, Eudosio, que vive con nosotros, tiene omfalofobia, miedo a los ombligos, no puede ver ombligos ni mucho menos ver que alguien se lo toque. Esas son las fobias de la familia, aunque hay otros casos, como el de un primo que padecía Hipopotomonstrosesquipedaliofobia, miedo a las palabras largas, y el solo hecho de mencionar el nombre de la fobia que padecía se convertía en una escena de lo más hilarante.
Pero todas las familias tienen una oveja negra. Supongo que ese soy yo, Joel Espanto, tengo diez años y no tengo ninguna fobia aparente. Es extraño que lo diga, pero parece que mis padres están algo decepcionados de que no tenga ninguna fobia. Creo que mi padre hasta ha llegado a dudar si soy su hijo legítimo. Mis hermanos me molestan, pero claro, he descubierto que puedo detenerlos fácilmente: solo necesito una almohada o algo amarillo. Y si necesito convencer a mis padres, siempre guardo un poco de queso y una buena noticia para extorsionarlos. Es demasiado poder para un niño, lo sé, pero es imposible no valerse de recursos tan simples para lograr semejantes resultados. Mis padres, presionados por mis hermanos y por mi abuelo, al que a veces molestaba exhibiendo mi obligo salido hacia afuera, me llevaron a numerosos psicólogos. Pero sin los resultados que ellos esperaban. No tenía fobia a las arañas, ni a los payasos, ni al martes 13, ni a al número 666, ni a las figuras geométricas, ni a ser calvo, ni mucho menos a las mujeres.
Hasta que me llevaron al consultorio del doctor Poroto, el doctor Poroto era un experto en identificar fobias. Un hombre alto de rostro largo como un caballo, expresión contraída, pequeños anteojos y tez cenicienta. Su propia imagen podría causar fobias a cualquier paciente. Me senté, confiado, como siempre. Mis padres, sentados a mi lado, se tomaban de las manos, y se mostraban una mezcla de esperanza y quizá el principio de lo que podría considerarse una nueva fobia: fobia a que uno de tus hijos no padezca una fobia. No sería de extrañar, muchas fobias habían sido descubiertas en mis antepasados, era casi como una tradición.
—Sabes qué niño —dijo finalmente el doctor, impacientado por mi actitud—, yo no creo que no temas a nada. Más bien creo que te estás esforzando para ser un niño libre de fobias. Es probable, que te avergüences de tu familia y por lo tanto te estés esforzando para no ser como ellos. ¿Me equivoco Joel? Puedes ser sincero conmigo, tus padres lo entenderán.
Mi sonrisa confiada y fanfarrona se fue desdibujando hasta mutar en una mueca agarrotada. Abrí grandes los ojos, miré la expresión de dolor de mis padres, y negué ligeramente con la cabeza.
—No —repliqué—, yo no me avergüenzo. Es que solo no tengo ninguna fobia.
El doctor Poroto alzó una ceja.
—Es enserio.
—Vamos querida —dijo mi padre, invitando a su esposa a incorporarse junto a él. Jamás había visto una expresión tan lúgubre en sus rostros.
—Un momento —dije, intentando remediar la situación— sí, tengo una fobia.
Mis padres abrieron grandes los ojos, confundidos y quizá, esperanzados.
El psicólogo me miró, expectante.
—¿Existe la fobia a tener fobias?
El doctor Poroto asintió, y enarboló una ominosa sonrisa en su rostro largo.
—Eso, estimado. Es lo que llamamos: fobafobia.
Un nuevo brillo rutilante germinó en las miradas de mis padres. Yo salté del sillón y corrí hasta ellos, para fundirme en un abrazo. Me sentí bien al poder decir eso y me di cuenta que está bien ser diferente, pero también es lindo pertenecer a una familia, sea cual sea la que te haya tocado. Y a veces no tenemos cosas buenas en común, sino, algunas carencias. Pero está bien, es lindo ser imperfecto, en una familia llena de imperfecciones.
También llegué a la conclusión de que las familias son como los miedos. Todos tenemos una, que no elegimos, pero no debemos avergonzarnos, sino más bien, vivir con ello, abrazarlo, y estar orgulloso de que son parte de nosotros.
OPINIONES Y COMENTARIOS