Mi abuela tenía diecinueve años cuando se enamoró de Santiago, un hombre bueno, cinco años mayor, que trabajaba con Gregorio, el padre de mi abuela.
Gregorio adoraba a Santiago, era su sobrino favorito, y además trabajador, honrado y sumiso. Pero no tenía sangre, no tenía ambición y por eso mismo no lo quería para su hija. Así que, cuando le pidieron permiso para casarse se negó tajantemente.
Mi abuela era valiente, y en unos tiempos en los que el padre era dueño de la hija hasta que ésta pasaba a ser propiedad del marido, Eleuteria Matea, que así se llamaba mi abuela, seguía bailando con Santiago en todas las verbenas. Mi tía paterna, me contaba que siempre fueron la envidia de los bailes, «eso no era bailar, era volar con la música». Bailaban como si no hubiera nadie más alrededor, se miraban como si no existiera nadie más en el mundo.
Pero Gregorio se mantenía en sus trece, por nada del mundo permitiría que su hija se casase con un aspirante a nada, y se las ingenió para que Eulogio pretendiera a Eleuteria.
Eulogio era buen mozo, de un pueblo cercano, con ganado propio y de familia con tierras. Eulogio abordaba a Eleuteria en el río mientras ella lavaba con las demás muchachas. La perseguía hasta la casa diciéndole zalamerías, prometiéndole una vida de señora, a lo que Eleuteria solo se reía y sin mirarle seguía hacía adelante cesto de ropa a la cadera.
Mientras tanto las malas lenguas hablaban y lo que no sabían, se lo inventaban:»por las mañanas dando coba a un señorito y por las noches bailando con un pobre gañán. Qué lástima, jugando así con dos hombres y haciendo penar al padre.»
A Eleuteria le importaba tres ardites lo que la gente dijera, pero ya que iban a hablar ¡que hablasen con razón!. Si su padre no daba el consentimiento por las buenas, tendría que darlo por las malas, por las malas lenguas, y algo que siempre quiso guardar hasta su noche de bodas se lo ofreció con gusto a Santiago a cambio de que éste le adelantase lo prometido tantas veces, un hijo.
Cuando Gregorio se enteró, entró en cólera, su hija soltera ¡embarazada!
Eleuteria, le dijo que ahora sí debía dar su consentimiento para la boda, que amaba a Santiago, que él era el padre de su hijo y que debían casarse,¡como Dios manda!
Gregorio, más terco que su mula, les dijo que de ninguna manera. Eleuteria y el niño vivirían con él y no había más que hablar.
Entonces nació Emiliano, más bonito que un San Luis, y más listo que el hambre. Se convirtió en el ojito derecho del abuelo, con solo tres añitos pastoreaba como un mayor. Ablandó también su corazón y dejando el orgullo a un lado consintió por fin el casamiento.
Eleuteria, era todo lo feliz que podía ser alguien en un entorno humilde, en una época de posguerra. Hasta que un mal día, una mala botella de sosa caústica, utilizada para hacer jabón, quedó a mano de Emiliano. Todos los cuidados posibles y todos los rosarios que caben en tres días no fueron suficientes para evitar que el angelito se fuera al cielo. Eleuteria que conocía el dolor de haber perdido a su madre siendo muy niña, no se imaginaba que pudiese existir un dolor mayor, para su desgracia comprobó que era algo ínfimo comparado con lo que se sentía con la muerte de un hijo. Sintió que le arrancaban el alma. Sintió que no podría recuperarse nunca de ese mazazo que le daba la vida.
Pero el tiempo, que no lo cura todo, al menos lo calma. Y llegaron nuevos hijos, seis más, entre ellos mi madre. Y de esos hijos muchos nietos, quince, entre ellos yo.
Y yo la admiraré y respetaré siempre, porque esto que me contó, como otras tantas duras historias de hambre, de trabajo, de enfermedad, de injusticia, me enseñaron que por muchas adversidades que nos depare la vida siempre hay que mirar adelante, con la sonrisa en la cara y la cabeza muy alta.
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