Era una niña de carácter. Siempre fruncía el ceño cuando no se salía con la suya, y eso, en la época que le tocó vivir, pasaba muy a menudo. Vivió y creció en lo que antaño fue un pueblo, pero que hoy se ha convertido en una ciudad dormitorio pegada a la urbe. El progreso y los años nos cogen a todos. Ella es mi madre. De pequeña mal comedora y algo protestona, o al menos eso decían sus hermanos. Altamente responsable, quizás demasiado para lo que la edad marcaba, quizá lo justo para su situación.
Somos dos gotas de agua, todo el mundo lo dice. Por eso, a veces me gusta cerrar los ojos e imaginarme como fue su juventud. Colarme en sus anécdotas y dotarlas de forma y color para entender quien es y por qué es como es. ¿Cómo es para una mujer con carácter crecer en los años de la dictadura? Criada en un colegio religioso y con un papel femenino descrito y pautado hasta la saciedad y en detalle.
Me gusta imaginar el momento en que decidió ponerse un bikini para ir a la playa. Qué atrevimiento. Su juventud y sus ansias de libertad gritaban a pleno pulmón en un cuerpo callado y un país adormecido.
Me gusta imaginar sus momentos felices. Cuando se casó y viajó por primera vez en avión. Cuando tuvo a mi hermano. Cuando llegué yo y los cuatro fantásticos estábamos en casa cuando se cerraba el pestillo de la puerta. Recordar como cantaba a dúo con mi hermano o imitaba a los ratones de Cenicienta para hacerme reír.
A veces pienso que, por mucho que conozcas a alguien, nunca lo conoces del todo. Y pienso que por mucho esfuerzo que haga, nunca podré entender lo que era para una mujer crecer en esa época. Por eso hago ese ejercicio de recuerdo, y, por eso, la admiro tanto.
Criar a tus hijos en la absoluta creencia de que la libertad y la independencia son las claves de que un individuo se desarrolle, aunque a veces vaya contra lo que siempre te explicaron, aunque a veces ni siquiera estés de acuerdo. Educar hijos libres ha sido su acto revolucionario. Y le estaré eternamente agradecida por ello.
Por eso, ahora que la vejez empieza a agrietar sus rasgos y la enfermedad apaga su luz, me niego a ver la debilidad en ella. Nadie es inmune al paso de los años y nadie es eterno, pero eso no me consuela cuando me enfrento a la idea de la pérdida. Solo ayuda saber que lo que se aprende sí que es eterno, y gracias a ella, Elvis siempre sonará en mi tocadiscos y nunca haré a nadie lo que no quiero que se me hagan a mí. Disfrutaré de cada momento que la vida me regale con la mejor actitud posible y me levantaré cada día, tratando de ser alguien de quien ella estaría orgullosa.
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