Era bastante elegante y elocuente que las decisiones en mi familia fueran un repentino acontecimiento de un hecho ya ejecutado y medido con precisión. Una forma vasta de revelar una intención pasada en vez de un propósito futurista del momento. Era casi una forma abstracta de ver el secretismo empírico en cada relación afectiva que nos unía o nos separaba, como lo deseen. La realidad, es que para los particulares nuestra forma de actuar parecía bastante superficial y fría. Desconsiderábamos a los demás no incluyendo su opinión en los actos del pasado, manteniendo a raya una relación formal de actores y espectadores.

Desde pequeño había aprendido que si debías o querías hacer algo nuevo, lo mejor era recurrir a una mentira y aparentar un desinterés imaginario. La duda llegaba hasta tal punto que me preguntaba ocasionalmente si debía o no revelar mis gustos más personales; como un simple: “quiero ese videojuego” o “ese oso es bastante bonito”, quizás tal vez: “ese chico de la camisa blanca esta bastante guapo el día de hoy”. Todo, y sin excepciones, debía callarse hasta que no fuera un hecho concreto; el deseo o el querer eran algo ilógico o irracional, por no decir cruel e inmaduro.

No me había dado cuenta de los grandes problemas que eso me causaba. Sentía el desprecio por sentir y acarreaba el miedo de que se notara ante los demás. Era cuidadoso en cada cosa que hacía, en cada cosa que veía; así mismo trataba de ser espontáneo en las verdades que decía, pues en las amistades no se miente, ¿cierto?

Quizás fue hasta que llegó esa fotografía que me di cuenta de la verdad concreta en la que me encontraba. Casi transparente como el cielo de medianoche podía observar el desencaje en la escena. Esta me devolvía con grandes intereses una deuda pasada por años: mis sentimientos eran menos valiosos que el de los demás. Algo trivial para un extranjero familiar, pero nada inocuo para aquel que con grandes esfuerzos me conocía.

En este pequeño lapso de tiempo detenido en mi niñez observaba la mirada inexpresiva de mi rostro infantil, ansiaba no estar aquella mañana de primavera entre mis progenitores. Protestaba con locura ante la indiferencia decorosa de mis padres y la pose encantadora de mi hermana que con inocencia miraba al fotógrafo. Traía conmigo aquel traje de mini caballero con tirantes incluido, lo usaba siempre en ocasiones especiales hasta que ese día lo manche con mermelada de ciruela recién exprimida; mi madre lo tiró a pesar de ser mi favorito, llore incansablemente.

Era insignificante pensar que algo tan banal hubiera retratado el presente de una manera tan natural. Sonrisas fingidas, deseos ocultos, miradas vacías. Creía que podía revelarme al cruel destino que me esperaba, aun así nada había cambiado desde entonces, toda esperanza se había erosionado con el paso lento de los años.

Como quien escribe al suicida con la intención de obtener un motivo o causa de su muerte, yo mismo me había vencido ante la vida que aún seguía viviendo. Estaba solo, infeliz, bebía para olvidar la desdicha, tenía citas con desconocidos solo con la intención de dejarlo en un “nos vemos pronto” que jamás llegaba, trabajaba como cortesano de parejas en un país extranjero que lucraba con grandes intereses y, para colmo de muchos, hacia voluntariado en el jardín de infantes para niños especiales en la esquina de la municipal con 30. Nada de eso me llenaba por completo, solo eran parte de la rutina, una que no acababa nunca.

Era pues esa fotografía la que me reflejo aquello que anhelaba desde el fondo de mi corazón: amor incondicional. Todo lo que el mundo deseaba era eso, pero cómo esperar algo tan sagrado en una jaula, en una cárcel, ¿en una vida?

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