Diciembre de 2018.
Caía una fina lluvia, que empañaba los cristales de la casa de la iglesia, donde vivía desde hace más de 40 años, cuando pisó tierras gallegas por primera vez. Terminando estaba de recoger sus pertenencias. El timbre de la puerta le distrajo de su quehacer.
Sus cansados ojos, que apenas podían ver ya, a través de esas gafas tantas veces graduadas, se iluminaron. El pequeño Manolito, con una de sus sonrisas picaronas, de esas que presagiaban, algo que esconder, le saludó con su habitual desparpajo. Mostrándole un paquete, envuelto en papel marrón, que apenas podía sostener.
¡Véalo usted Padre Miguel!
Y bajo la atenta mirada de aquel querubín, despegando el papel con el poco esmero, que sus artríticos dedos se prestaban a ofrecer. Descubrió lleno de gratitud, una foto del día, en el que sus, hoy queridos feligreses y hermanos, le hicieron un recibimiento, digno de gente con autoridad.
Nunca nadie pudo elucubrar, que este joven párroco, destinado a ser su nuevo guía espiritual, había abandonado sus queridas tierras del sur; huyendo del embrujo de unos ojos color mar, que habían sembrado en su interior, la duda.
Esa misma tarde, una familia que había adquirido una antigua villa, por años deshabitada, le pidió ayuda.
Las vivencias, nunca desveladas, de los siguientes días, llenarían su alma de certezas.
Noviembre 1978.
Cecilia, pintora de profesión, llegó a esta casa que ahora habita hace mucho tiempo. Su memoria ya no alcanza a recordar la fecha exacta. Le acompañaban sus hijos, Elena y Oscar, mellizos que ya caminaban y su marido Andrés, que opositaba para registrador de la propiedad.
Tomaron la decisión de mudarse a una vivienda acorde a su próximo estatus social y vieron en esta enorme mansión de muros de piedra, una oportunidad. Bella Vista, sería su nombre. Lo decidieron, nada más verla. Se alzaba en lo alto del valle. Un inmejorable paisaje, se rendía ante sus pies.
Decoraron las estancias, haciendo que cada una de ellas se convirtieran en pequeños mundos independientes. El estudio de Andrés repleto de estanterías de libros. Las habitaciones de los peques, con sus juguetes favoritos, luces y colores. Barbos dorados y goldfish, junto a jacintos y helechos de agua. Como los que tenían en el estanque, que tanto les gustaba pero al que, bajo ningún concepto, debían acercarse.
El atelier, en el ático, le permitía abstraerse en sus lienzos, ajena al mundo y a la cotidianidad.
Noches y días, se sucedían sin más. Cecilia, a veces recorría la casa en la noche, descolgaba cuadros, recolocaba muebles, cerraba puertas y abría ventanas. Recogía objetos que guardaba en cajones. Luego, volvía a trabajar.
No recordaba cuando durmió la última vez, ni su última comida, ni sentía frío, ni calor. No estaba triste ni feliz.
Cecilia, comenzó a tener unas extrañas alucinaciones auditivas, que se fueron repitiendo cada vez con más intensidad. Siempre lo mismo.
-” En nombre de Dios te pido, que me digas quién eres y lo que quieres”.
Ella las ignoraba, día sí y día también. Y se perdía en sus pinturas una y otra vez. A pesar de su incesante actividad, nunca las terminaba. En todas había un estanque con peces de colores. En todas el agua, oscura y fría.
Su alucinación cambió. Ahora le preguntaba por su nombre, su edad, cuánto tiempo hacía que no veía a su familia…
Y volvía a coger sus pinceles, negándose a contestar.
Seguía paseando por las estancias, pero ahora se fijaba en los detalles. No reconocía muebles, ni fotos, ni cortinajes. Eso hacía que a veces golpeara con fuerza todo lo que encontraba a su paso. Otras reía a carcajadas y otras decidía no pensar.
El padre Miguel, que acudía casi a diario a la vivienda, a prestar ayuda espiritual a sus nuevos dueños, ya no sabía que más hacer. Ella simplemente no quería ver.
Cambió de táctica. Le habló suavemente, acariciando las palabras:
–Necesito, que me escuches. He venido a bendecir esta casa y al llegar al ático te encontré. Solo quiero ayudarte a seguir tu camino hacia la luz. Que encuentres la paz y puedas descansar.
Su desatada ira, hizo que los ventanales, estuvieran a punto de estallar.
Esa noche en su paseo nocturno, oyó voces y vio gente desconocida. Se enfadó y rompió un espejo, o algo parecido, porque no se reflejaba en él.
Se marchó de nuevo al atelier y siguió trabajando. Intentando terminar el cuadro de su familia. Los rostros se difuminaban. Por más que se esforzaba, esos dulces ojos color miel, siempre aparecían cerrados. Y en ese preciso instante, recordó el estanque. Pero esta vez, el agua limpia dejaba ver el fondo.
Brotó desde lo más profundo de su ser un llanto desgarrador. Una pena infinita invadió por completo su maltrecho corazón. .El sentimiento de culpa tanto tiempo ignorado, se abrió paso; rompiendo en mil pedazos, el espejismo en que había convertido su falsa existencia.
Presa de una desesperación inconmensurable, había decidido acompañar en su suerte a sus pequeños. Pero sus profundas creencias religiosas, hicieron que su espíritu vagase eternamente entre esos muros. Testigos mudos de como ella, necesitaba un perdón, que creía no merecer.
Al día siguiente, cuando el padre Miguel de nuevo le habló, ella le estaba esperando. Dispuesta a escucharle. Hablaron durante horas de lo humano y lo divino, bajo secreto de confesión. Las últimas palabras del sacerdote:
“Ego te absolvo a peccatis tui in nomine Patris, et Filii, et spiritus sancti…
Reconfortaron, el alma de Cecilia, que quedó liberada al recibir la absolución sacramental.
La casa quedó en calma.
Solo entonces supo el padre Miguel, que su llegada a estas tierras no fue azarosa. En ellas encontró, lo que tanto había pedido en sus oraciones. Su prueba de fe.
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