No me gustaba recitar, pero igual tenía que hacerlo; me subían a una silla, y desde allí, y a pedido de mi público, recitaba. El público era, mis abuelos, mis tíos y mis padres. Y yo recitaba con «alemanes «, moviendo mis manitos. Tampoco me gustaba que mis tías me disfrazaran de Carmen Miranda, pero como era hijo único, sobrino único y nieto único, me lo tenía que aguantar; era el costo por tener ese privilegio.¿Cuánto tendría?, ¿tres años? Y, sí, porque a los cuatro grabé mi primer disco; en la exposición que había en la avenida 9 de julio para el primer aniversario de la revolución del 43; era un disco de cartón, «cuatro de junio, la la la la la la la, de la historia…». «Y siempre igual, teléfono ocupado, mozo marche un cortado y diga cuánto es»; imitaba a Alberto Castillo. «Yo te daré, te daré niña hermosa, te daré una cosa, una cosa que empieza con c, café, café». ¡Era un artista! Era un niño prodigio, una especie de Pierino Gamba; y la referencia no es casual, ya que, según me contaron – porque lo que es yo, sinceramente, no me acuerdo una pepa – un año antes había «dirigido» la orquesta en el casamiento de una de mis tías. Al año siguiente llegó la consagración: «nació, de ti, buscando una canción que nos uniera, y hoy sé, que es cruel, brutal quizá el castigo que te doy, sin palabras…». ¡Sin palabras!, un éxito, ¡un exitazo!; me escuchaban en todas partes; en la casa de mis tíos, en lo de mis abuelos y ni hablar en mi casa. Recién unos cuantos años después apareció alguien que cantaba como yo: Ranko Fujisawa; ella también cantaba por fonética, como me imagino debía hacer yo. ¡Señor, perdónalo, no sabe lo que hace… ni lo que dice! Porque, ¿qué idea podía tener, a esa edad, de lo que significaba cruel, brutal, castigo? Lamentablemente – ¿o debería decir por suerte? – no ha quedado documentación de la época – salvo una foto en la que estoy arriba de un » petiso » en Palermo, a pesar de lo cual no salí burrero – y, en consecuencia, no he podido saber si para las grabaciones me vestían de «marinerito» – como a Gardel – o me ponían el » tapadito » que me había hecho mi tía Lydia, el mismo que tengo puesto en la foto de Palermo (circa 1945). A ese mismo período, aproximadamente, corresponde también el recitado del poema, » los zapatitos me aprietan, las medias me dan calor…».
Para poder consolidar mi carrera artística, me tuvieron que extirpar las amígdalas – que en esa época se llamaba operar de la garganta – pero, para evitar que me traumatizara, me dijeron que iban a llevarme a comprar un poncho – evidentemente, yo debía querer tener un poncho, vaya uno a saber por qué y para qué – y después, a tomar helado. Lo único que recuerdo, es que me sentaron sobre las piernas de mi madrina y me pusieron un algodón en la cara. Cuando me desperté, el algodón – no sé si era el mismo – me lo estaban pasando por la cola. Mis amígdalas habían pasado a mejor vida. No tuve el poncho, pero sí me dieron helado. En una foto posterior a esta época, en la que estamos mi hermano menor y yo montando sendos «petisos» en Palermo, mi hermano tiene puesto un poncho; de manera que, o a mí me compraron el poncho, que al quedarme chico pasó a mi hermano, o bien a él también le extirparon las amígdalas; esto último es lo más probable, ya que, un tiempo después, mi hermano también cantaba. La nuestra era una familia de artistas.
Muchos años más tarde, cuando vi lo que le hicieron a «Farinelli», perdoné definitivamente a mis padres, pues comprendí que pueden suceder cosas peores en la vida de un artista. Dentro de todo, no nos podemos quejar; tanto mi hermano como yo tenemos voz gruesa, aunque, quién puede saber cómo habrían sido nuestras vidas con voz finita.
La terraza de la pensión «Apolo» – Tucumán 950, frente a la casa de mis abuelos maternos – es el nuevo escenario de mis aventuras artísticas. En la misma pensión vivía «otro» gran artista, el maestro Andrés Chazarreta, folklorista (¿habrá sido por eso lo del poncho?). Llegaron unas familias sanjuaninas, que habían perdido sus casas por el terremoto. Yo jugaba con los chicos en la terraza; tenía una pequeña bici, y como ya sabía andar, le habían sacado las rueditas. Practicaba con la bici – seguramente para trabajar en algún circo, supongo – haciendo piruetas cuando en una de esas perdí el equilibrio y me caí, con tan mala suerte que el manubrio me aplastó – ¡ay, qué dolor! – el dedo gordo de la mano derecha; el dedo se me hinchó y se puso todo negro. Me dijeron que se me iba a caer la uña, pero que no importaba porque volvería a crecer, pero mientras me iba a tener que hacer baños calientes con agua D’Alibur. Estaba mi mamá intentando convencerme de que el agua no estaba muy caliente, cuando llegó mi abuelo Pedro. Mi abuelo era muy alto; era bueno, pero tenía un carácter muy fuerte – era muy autoritario – y poca paciencia. ¿Por qué no metés el dedo?. Está muy caliente. ¿Por qué no probás?. Está muy caliente. Probá. Está muy…; me agarró la mano derecha y con fuerza intentó meterla en el recipiente; el agua D’Alibur se fue a la mierda, a mí me mandó al carajo y mi abuelo se retiró indignado y vencido. Con los años aprendí que los genios hemos sido siempre incomprendidos por nuestros contemporáneos, aunque fuesen de la familia. Y con don Andrés Chazarreta aprendí la importancia de las uñas, para ser buen guitarrero.
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