Tenía que tener buena planta, pelo, y una carrera universitaria, o al menos estudios superiores, pero por encima de todo, era imprescindible que tuviera la sangre en positivo. El + en el tipo sanguíneo era el requisito por excelencia para aquel macho español que optase al honroso puesto de padre de sus hijos. Ella, a cambio, ofrecía mucho para la época, o poco, según se mire: independencia económica, trabajo estable, buen físico, habilidades manuales, y como valor añadido inusual para las mujeres de entonces, carné de conducir, y no sólo de coche, sino también de moto. Eso sí, la cocina no la pisaba mucho.
Muchas veces todavía hoy alardea de ser una de las primeras vallisoletanas en conducir, primero una moto, y después su propio coche, comprado con su dinero ganado como profesora de educación física, un 600 de la época de lo más resultón. Por eso, aunque pasen los años, aún recuerda vivamente los hermosos piropos que le propinaban cuando muy jovencilla iba orgullosa al volante de su vespa por las calles de Valladolid, – Morena vuélvete a la cocina que es tu sitio-, – Bájate de ahí guarra que las mujeres no sabéis conducir -… y otras lidenzas semejantes.
Pero a ella eso entonces le importaba más bien poco. Desde muy niña se acostumbró a los comentarios callejeros dedicados a las féminas que se atrevían a retar las reglas sociales de comportamiento, sobre todo, los referidos a su supuesto recato. Durante la postguerra para sacar unas perrillas se había convertido en recadera de algunos de sus vecinos y se pasaba la vida calle arriba, calle abajo, cargada de bolsas y dando saltos como si de una carrera de obstáculos se tratara; y no había día que le faltara el comentario incontenible de alguna señora decente y de lengua afilada, espetándola a gritos, – Niña, deja de saltar que se te ven las bragas, no seas guarra-.
En cambio, a ella lo qué si le preocupaba, y mucho, era el tema de la sangre, “ésa sí que estaba guarra”, sobre todo cuando, casi en la treintena, había decidido que había llegado el momento de tener hijos, incluso a riesgo de que la sangre le jugara una mala pasada. La maldición del Rh negativo había traído la muerte a la familia. Primero, su madre había quedado huérfana al morir su abuela durante el parto, acabando confinada en un convento a cargo de su tía. Después su cuñada, una hermosa joven de poco más de 20 años, había muerto de la misma fatídica manera tras el nacimiento de su segundo hijo, dejando sin madre dos niños pequeños, uno de los cuales quedó a su recaudo durante algún tiempo, “La sangre vasca RH negativo tenía la culpa, había que limpiarla”.
Por eso cuando conoció a mi padre, un estudiante de periodismo diez años menor que ella, delgado, guapete, con una buena mata de pelo, aunque con muchos pájaros alojados en ella; pero sobre todo con el RH + en su informe médico, enseguida decidió que había encontrado el tipo ideal con el saldar su cuenta con la sangre. Así que, tras un noviazgo corto y poco convencional, (era ella la que le esperaba a él para darle clases de conducir, mientras él le explicaba a ella cómo hacer la paella), decidieron que estaban preparados para casarse y ponerse a procrear inmediatamente.
Tuvieron cinco hijos seguidos, apenas un año entre uno y otro, todos sanos y con el tipo de sangre adecuado. La operación limpieza de sangre había funcionado, y eso qué, para ello, mi abnegada progenitora había tenido que someterse a continuas revisiones e inyecciones, además de ceder una pieza dental por cada uno de sus retoños. Más, según ella, el esfuerzo había merecido la pena, ninguno llevábamos ya la sangre sanguinaria.
A partir de entonces pudo dedicarse de lleno a su tarea favorita: la enseñanza. Mi madre es profesora tanto dentro como fuera de casa, en cualquier momento u ocasión. Así entiende ella la crianza de los hijos: alimentarnos, vestirnos y sobre todo dotarnos de formación física y mental adecuada para enfrentarse a la vida. Un continuo examen que ninguno solemos aprobar.
Y aunque aprendió a cocinar algunos platillos bastante decentemente, entre los que claramente no estaba la paella, ésa se quedo para mi padre como plato de los domingos, nunca ha sido demasiado dada a las muestras explicitas de cariño, ni a mostrar, o permitir que mostráramos, nuestra vulnerabilidad en ningún momento.
Y es que mi madre como muchas mujeres hijas de la guerra, decidieron que había que negar el polo negativo, como la sangre, y quedarse sólo con el positivo, nada de blandeces ni debilidades. Una estrategia arriesgada, que sin embargo resultó muy útil para la supervivencia en su particular batalla, que incluía enfrentarse a un padre mujeriego y maltratador y una vida de escaseces. Así se fue convirtiendo, como muchas mujeres de entonces, en una mujer dura, contundente, autosuficiente, que tomaba todas las decisiones, dejando poco espacio a la emoción e ignorando en muchas ocasiones todo lo que tenía que ver con el corazón, la suavidad, el recogimiento y la nutrición espiritual.
Sin embargo, hace unos pocos años, la estrategia de repente le dejó de funcionar, cuando la vida le hizo encontrarse de frente con un ICTUS frontotemporal en el lado izquierdo del cerebro que la dejo fuera de juego. La sangre volvía a contratacar con toda su contundencia. Entonces la vulnerabilidad entró por todas partes y ella quedó indefensa, su dureza se desvaneció, no quedándole otra opción que conectar el corazón y recibir la ayuda necesaria para salir a flote.
Entonces comprendió que la energía femenina que había bloqueado toda su vida era tan imprescindible como la energía masculina que había potenciado. y que sólo con los dos polos, el positivo y el negativo, se enciende la luz. La vida como la luz ocurren cuando lo femenino y lo masculino se encuentran.
Te amo mamá, ahora sé que para crear he de integrar luz y oscuridad.
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