Pasión entre cenizas

Pasión entre cenizas

Pedro R.G.

13/11/2018

No cabía duda que la situación era más preocupante que la acaecida diecisiete años atrás, fecha del gran terremoto. Terentius recordaba cómo entonces, a sus tiernos doce años, recorría intramuros con su padre la panadería que algún día iba a heredar. Ponía gran atención a cada detalle del proceso productivo. Cada día recibían el grano, en general de trigo, que se pulverizaba en varias enormes muelas, accionadas a mano por esclavos de entre los menos conflictivos a la venta en la ciudad, y que, dado el carácter social del pan, solían estar reservados para el gremio de los panaderos. Con el tiempo, devenían en Adonis tan fuertes como hermosos y por ese motivo, años después, tanto él como su esposa, aunque se amaban con locura, solían utilizarlos para otros menesteres más personales y lujuriosos, sobre todo cuando discutían por culpa del balance y la gestión del negocio.

En su fuero interno, Terentius sabía que era tan obtuso con los números como incapaz de patrono y que el verdadero secreto de su éxito radicaba en haberse casado bien –esto es, por amor, algo nada común en la época – con una mujer sabia y dotada para el mando por naturaleza.

Sin embargo, sí era lo bastante inteligente como para darse cuenta de su pobreza intelectual en relación a la de su esposa y por añadidura, como para aprovechar ese talento que no le pertenecía para hacer florecer el negocio, lo cual era un particular de especial trascendencia para él de cara a la proyección planificada de una prometedora carrera política.

En su memoria, su padre proseguía con la explicación:“ Extraemos la harina bien de la primera molienda, llamada simílago –por tanto de mejor calidad- o bien de la segunda, conocida como pollen y con ella elaboramos diferentes clases de panis en función del tipo de cocción… “. En ese preciso momento, recordó, el suelo comenzó a temblar con una fuerza inusitada.

Esta vez, en cambio, era distinto. El suelo también temblaba, aunque de forma más leve y continuada, como queriendo sacudirse con pereza una humanidad molesta. En cambio el mons Vesuvuis, que había comenzado a escupir ceniza y rocas incandescentes unas horas antes, proseguía expulsando material sin pausa con un ensordecedor estruendo, moldeando una oscura columna de muerte que se cernía sobre Pompeya . La nube negra descendía lento pero triunfante, pues el sol, que a esas alturas se había ocultado ya, dio por perdida su batalla contra la oscuridad.

En medio del caos, Terentius se entretenía en poner a buen recaudo toda su riqueza, temeroso de que alguien la pudiera robar al amparo del desconcierto generalizado. No podía ser de otra manera, pensaba, pues, aparte de su mujer, era su mejor garantía de éxito social y político futuro. Volvería para recuperar todo más tarde, cuando los Dioses hubieran sido aplacados. Escudriñaba la estancia con dificultad entre medias de la ceniza en suspensión, en busca de un escondite seguro.

No hay tiempo para eso. Tenemos que huir. Olvídalo. Nuestra posesión más importante está en nuestros corazones. Podemos empezar de nuevo en cualquier otra parte. Terentius por favor, vámonos-. A su espalda, la voz serena y apremiante de su esposa le pareció tan dulce como la primera vez que la escuchó el día que la conoció. Miró alternativamente al oro, a las joyas y luego a ella. Y dudó. Ella se acercó.

Él sintió por sorpresa la mano fría y a la vez cálida de su mujer palpando bajo la toga en busca de su sexo. Cuando lo encontró, éste ya estaba dispuesto, de modo que ejecutó con decisión una serie de movimientos rítmicos, hacia adelante y hacia atrás, hacia adelante y hacia atrás, tanto más rápido cuanto más fuerte resonaban las explosiones, acompasando el ritmo de los mismas, sin dejar nunca de mirarle a los ojos…

Mediante esa apropiada apelación a los instintos más primarios, la mujer supo doblegar la codiciosa voluntad de Terentius en un momento crucial que amenazaba el destino de ambos, haciéndose valer por encima del oro. Más allá de los límites de su amor, lo cierto era que se necesitaban. Y si permanecían allí por más tiempo, pronto no habría nadie ni nada que recuperar.

Siglos después, bajo toneladas de ceniza, sus cuerpos aún no han sido hallados.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS