Aún recuerdo el día que tropecé con esta foto. Había ido al rastro en busca de alguna cajita de aspecto singular para guardar una pequeña historieta que escribí a una chica que me gustaba. Tenía en mente algo de madera con aire viejuno, una lata de pastas que pudiera decorar o quizás algún recipiente ribeteado con motivos árabes. En realidad no tenía demasiado claro lo que quería encontrar, solo sabía que buscaba algo bonito y diferente. Me acompañaba una amiga de la facultad a la que había conocido en las primeras semanas de clase, ambas habíamos llegado solas a la capital y veníamos de provincias periféricas por lo que nos sentimos hermanadas casi al instante.
Pasadas varias horas la búsqueda nos estaba resultando insufriblemente infructuosa, de manera que decidimos escabullirnos por una de las callejuelas perpendiculares al rastro e ir a enjugar nuestra frustración con una cerveza bien fresquita en el primer bar con el que nos cruzáramos. No tardamos demasiado en dar con nuestro nuevo objetivo, en apenas unos metros un reconocible cartelón de Mahuo nos saludaba parpadeando. Fue Vero quien se dio cuenta de la tienda de antigüedades que estaba abierta unos portales más allá. Aunque no me apetecía, me convenció. «Total, solo van a ser unos minutos». Más que tienda de antigüedades yo le habría llamado tienda de viejo. Venía a ser una versión techada de los puestos del rastro con cientos de objetos de no más de cincuenta años dispuestos sin ton ni son en cualquier dirección en la que mirases. En una esquina, sobre el suelo, se apilaban decenas de libros sin cubiertas. No pude evitar acercarme. Eran libros en francés de ediciones relativamente nuevas, ninguno tenía tapas, todos eran pequeños tacos blancos de pliegos pegados por el lomo, imposibles de distinguir a simple vista salvo que te pusieras a leer. Y fue precisamente entre esos libros, en este gesto tan común de airear las hojas con el pulgar, donde apareció. Algo en ella hizo presa de mí al momento.
En la fotografía una joven pareja había sido inmortalizada besándose, un beso más que tierno, trémulo, tan trémulo como debe ser el instante posterior al hallazgo de la mitad con quien en el albor de los tiempos constituías una unidad primigenia. En esa foto quise ver la expresión gráfica de lo que sucede cuando dos personas están destinadas a ser compañeras de por vida. Era eso, precisamente eso que se veía ahí, lo que con total convencimiento imaginaba constituía el mayor y más natural anhelo de cualquier ser humano. Con cierto apuro volví a dejar la fotografía entre las páginas y me dirigí al mostrador para comprar el libro. «Tres euros». «¿Tres euros?» «Tres» «¿Para qué quieres eso?» Interrumpió, Vero. «Para leer.» «Para leer, ya, ¿acaso sabes francés?» «Tome, aquí tiene, muchas gracias. ¡Vámonos!». Cogí a mi amiga de la mano y salí a toda prisa, sin soltarla entramos en el bar y nos hice sentar en la mesa que nos pillaba más a mano. «¡Dos cañas, por favor!». «Se puede saber qué te pasa». «Mira esto». Como quien debe preservar de los peligros del mundo al ser más vulnerable del universo, busqué la fotografía de entre aquellas páginas extranjeras. Cuando la conseguí, se la mostré a Vero colocándola lentamente sobre la palma de mi mano izquierda. Ella se acercó con ese enfoque de la mirada propio de los miopes e intentó cogerla. Como un puro acto reflejo que a posteriori me hizo sentir algo enajenada, alejé la foto de su alcance, la protegí con ambas manos y me quedé nuevamente embobada en ella. «¿Por eso compraste el libro? ¿Para qué quieres tú una foto de dos desconocidos? ¡tía, qué tienes!…». «No son dos desconocidos. No te lo vas a creer, Vero, pero estos son mis padres».
A pesar de que durante años pudo ver dicha fotografía perfectamente enmarcada sobre la mesa de escritorio que me acompañó en cada piso de estudiantes en los que viví en Madrid, nunca lo creyó. Ni siquiera sé si llegaría a dudarlo al menos. Lo que sí sé es que la historia le incomodaba. Cada vez que entraba en mi habitación, no era difícil pillarla lanzando alguna mirada disimulada hacía el retrato, sin embargo jamás tocó el tema. Conociéndola, lo interpretaría como alguna excentricidad de las mías. Lo cierto es que de alguna manera yo sí que me lo creí. Necesitaba creerlo. Mis padres, los de verdad, se habían divorciado unos meses antes de mi llegada a Madrid. El divorcio fue amistoso entre ellos pero espeluznantemente dramático una vez me uní yo a la ecuación. No supe, no quise, entenderlo, y como perfecto cliché de hija egocéntrica y malcriada torpedeé todos y cada uno de mis encuentros con cualquiera de ellos, llevando al límite sus paciencias y poniendo a punto de congelación una relación que hasta entonces siempre había sido cálida. Es un episodio que recuerdo con bochorno. Era joven y estúpida, y desconocía lo que realmente significa querer a alguien.
Con el tiempo y el devenir de las cosas, todo fue volviendo a su sitio. Yo conocí a mis tres (o siete) mitades aristofánicas previas a la única y auténtica, mi mujer con quien tuve mi propio hijo egocéntrico y malcriado, quien hace pocos meses se nos fue a Bruselas a estudiar, quedando nosotras aquí orgullosas a la par que desmembradas. Mi madre vive cerca, en Amiens, así que lo visita cada poco, cosa que me tranquiliza. El niño siempre tuvo debilidad por su abuela. Mi padre, por otro lado, anda aquí en casa, ayudándome con la mudanza, la nuestra a la marciana Lanzarote. Mi señora se tiene que ir antes para supervisar el final de las benditas obras del restaurante. El caso es que creo que ya va siendo hora de tirar esta foto, aunque posiblemente me quedaré con el libro, no hay que desaprovechar ninguna oportunidad para practicar el idioma.
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