El sábado 30 de septiembre Amaro había ido al hospicio donde se encontraba internada su tía. Quedaba en lo alto de una colina de la ciudad, como si la misma se hubiese emplazado sobre una gran marea oceánica y el hospicio se ubicase justo en la parte donde la ola alcanzaba su punto más alto, frente a una hormigonera que le confería al lugar un aspecto impersonal y gris, melancólico.
A pesar de ello, el hospicio era acogedor, tanto como puede llegar a ser un lugar de estos. Los ventanales grandes daban hacia los jardines circundantes, que se extendían hasta los muros, en los cuales acababa aquel mundo triste, aquel espacio olvidado donde el tiempo parecía haberse detenido sobre la piel traslúcida de los ancianos y los moribundos que lo poblaban.
El chico lo tenía claro desde antes de llegar. Ese sitio era un puesto fronterizo, un punto de transición entre el mundo de los vivos y la dimensión hacia donde huían las almas al abandonar sus cascarones deteriorados por el tránsito.
La habitación donde estaba su tía era una habitación anodina, fría a ratos, nunca cálida, pero si caldeada por la respiración de docenas de personas. La había visto hacía poco menos de un mes, en la casa de campo que compartía con su hija, su yerno y su nieta. A ratos con su esposo, un hombre pequeño de cabellos blancos a quien había amado con necedad e insistencia a lo largo de su vida.
Entonces ya casi no podía soportar el dolor que la quimioterapia había dejado marcado en sus huesos. Amaro la recordaba delgada, con la piel surcada de arrugas y una aureola de cabellos blanquecinos en la cabeza; los pocos cabellos que le quedaban y que la quimio no había logrado arrancar aún.
Ahora, sin embargo, aquella imagen guardada en su memoria se le antojó llena de vitalidad a comparación de lo que se le presentó en el cuarto del hospicio.
Su tía había mutado. No sabía si ese era el adjetivo adecuado, pero no se le ocurrió ningún otro. En un lapso de tres semanas había adelgazado aún más. Los ojos, antes brillantes y vivarachos, se le habían convertido en ciénagas oscuras; hundidos en un cráneo que parecía hecho de cristal.
Amaro no creía que su tía pudiese adelgazar más. Corría el riesgo de desaparecer, de volverse una presencia etérea, incorpórea; y mientras pensaba en ello se dio cuenta de que probablemente ese era el objetivo final. De súbito, se percató de que allí había una presencia, que algo revoloteaba por la habitación haciendo oscilar los cortinajes amarillos que separaban la cama de la enferma del resto de la habitación. Una presencia similar a la que había sentido recorrer los espacios vacíos y llenos de la casa de campo de su tía.
Comenzó a inquietarse.
¿Cuántas almas poblarían aquel santuario de muerte y transición?
Los cortinajes eran para conferirle intimidad a la muerte, como si fuese algo que no todos pudieran contemplar. Pero los cortinajes no eran impedimento para las almas, en concreto, para aquella presencia curiosa que parecía querer decirle algo. Se quedó ahí, inmóvil, mirando como el pecho menudo de su tía subía y bajaba al ritmo de una respiración trabajosa e irregular. Frente a ella, a un lado de la cama, habían colocado dos estanterías llenas de fotografías, y en medio de todas ellas, una de sus abuelos.
Amaro lloró. Hacía mucho tiempo que no lo hacía.
La presencia que deambulaba en la habitación se estaba preparando. Era una presencia que anunciaba desdicha, y, sin embargo, el muchacho pronto se dio cuenta que no era del todo desconocida. Mientras las lágrimas surcaban su rostro, comprendió que no se trataba de la muerte. Era su abuela, que volvía para ayudar a su hija en sus últimas horas.
Los seres amados que se encuentran más allá siempre vuelven para ayudarnos a cruzar el umbral.
Se inclinó sobre el cuerpo agónico de su tía y le pidió que le llevase un mensaje a su abuela.
Te extraño.
Ojalá pudiese ser más prolífico con las palabras. Ojalá pudiese decir algo más que eso. No sabía cómo despedirse de su tía y nunca supo cómo despedirse de su abuela. Recordó un pasaje que había leído recientemente en un libro de Joan Didion: uno sólo ha aprendido a dominar las palabras para lo que ya no necesita decir, o para el modo en el que no está dispuesto a decirlo.
En ese momento experimentaba aquel fenómeno. Las palabras bullían, pero lo único que él sabía decir era: te extraño.
El aire se agitó.
Pensó de pronto en la muerte que llega, a veces de improviso, a veces a tiempo, a veces tarde. Pensó en su tía, en su abuela, en el número de respiraciones que se iban volviendo más pausadas, en el número de días y de semanas que tendrían que afrontar después. Pensó en la tristeza. Pensó en el mundo de su infancia, desmoronándose lentamente frente a sus ojos.
Y siguió pensando hasta que el cielo se volvió del color de la pizarra húmeda y una ligera llovizna comenzó a derramarse sobre la ciudad, como las lágrimas de un ser enorme que se lamentara por sus propias perdidas.
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