Recogí por última vez a Amama una apacible mañana de primeros de mayo. Por aquel entonces ella llevaba muerta algo menos de un mes. Sus cenizas iban ahora en mis brazos, introducidas en una bolsa de plástico sellada, a su vez introducida en una oscura urna, a su vez introducida en una bolsa de tela púrpura cerrada con una cuerda dorada y a su vez introducida en una bolsa grande de papel.

No pesaba demasiado Amama. Dos kilos. Tres, quizás. Algo parecido a un bebé recién llegado al mundo. Desconozco aún lo que se siente cuando después del parto alguien llega, te entrega un niño y te dice: «Ten, este es tu hijo». De momento solo conozco el final de la película. El cierre del círculo en el que otro alguien te da en brazos lo que queda de tu abuela. Y la bienvenida y la despedida de este mundo no me parecieron en aquel momento tan diferentes. Recibir a alguien que forma parte de ti y saber que desde ese momento, para bien o para mal, ya nada volverá a ser como antes.

Mi madre nos acompañaba ese día. Las tres generaciones nos pusimos en marcha juntas por última vez para dar cumplimiento a la última voluntad de Amama, que prefería ser llamada así, en euskera, porque le sonaba más joven, menos contundente que decir abuela. Aunque más que una preferencia era una imposición. Siempre fue inflexible en ese punto con todos sus nietos. Incluso a veces, cuando nos escuchaba de refilón hablar de ella con amigos o conocidos sin llamarla Amama, luego nos aguardaba con una pequeña bronca en casa. «¿Pero cómo que tu abuela tal y tu abuela Pascual?», decía. Y nosotros contestábamos, con variantes del lugar: «Amama, pero que son de Madrid, que no entienden»… «¡A mí como si son de China!», espetaba.

Pues bien, Amama no solía tocar demasiado el tema de la muerte y nunca dio ninguna instrucción precisa para cuando le llegara la hora. Otras personas quieren funerales o misas o anhelan que su cuerpo o sus cenizas descansen aquí o allá. Pero ella era más pragmática en ese sentido. Quizá demasiado, porque su única premisa era que llegado el momento la tirásemos a cualquier contenedor de la basura. Que nos dejáramos de rollos y evitásemos gastos y molestias. Aunque también nos tenía dicho que quería que le lleváramos rosas rojas, su color favorito, allá donde estuviese. Pero entonces, ¿qué íbamos a hacer? ¿Tirar flores rojas a la basura para honrar la memoria de mi abuela? ¡Perdón!, ¿de Amama?

No parecía esa una opción muy sensata, así que mi madre y yo pensamos en una solución satisfactoria para todas las partes implicadas. Montamos a Amama en el coche, en el asiento trasero, con el cinturón puesto solo por encima, sin enganchar, como hacía en vida, «no vaya a ser que nos echen multa los picoletos». Arrancamos y nos fuimos recordando esta anécdota, riendo y llorando a partes iguales, a un mirador por el que Amama solía pasar paseando casi a diario. Allí había unos arbustos, unas flores, unas vistas preciosas y dos bancos de madera para poder contemplarlas. La carretera era estrecha, así que arrimamos el coche lo máximo posible al margen derecho y dejamos las luces de emergencia puestas por si alguien pasaba. Abrí la puerta trasera y cogí a Amama. Deshicimos la matrioska en la que la habían convertido los de la funeraria y la liberamos de la bolsa de papel, de la de tela púrpura, de la urna, y finalmente, del plástico sellado. Este último nos costó bastante. No había hijo de madre que lo abriera y cuando tras varios forcejeos lo conseguimos, parte de las cenizas se nos vinieron disparadas encima. Amama se hubiera desternillado de la risa con la situación. Nosotras lo hicimos por ella.

Como ni mi madre ni yo nos habíamos visto nunca en esa tesitura, no sabíamos muy bien qué hacer a continuación. Dudábamos sobre dónde dejar las cenizas, sobre si lanzarlas y que el viento las esparciera a su antojo o si depositarlas todas ellas en un mismo lugar. Al final optamos por la última opción, y mi madre fue haciendo un caminito con Amama bajo los arbustos del mirador. Algo discreto e invisible a menos que te acercaras y te fijaras demasiado. Al terminar, las dos lloramos y, después de recorrerlo una última vez con la mirada, nos fuimos a cumplir la verdadera voluntad de Amama, aunque solo fuera en parte. Recogí las bolsas y despegué de la urna una pegatina en la que estaba escrito su nombre y apellidos. Mi madre condujo entre las calles de un polígono industrial hasta que dimos con lo que buscábamos. Paró y yo bajé del coche. Me acerqué, levanté la tapa y tiré al contenedor la urna vacía. Primera voluntad cumplida.

La segunda la aplacé unas semanas. Prefería estar sola. Pagué en la floristería y fui andando hacia el mirador. No pensaba que el camino blanco con las cenizas de Amama seguiría entre los arbustos. Había llovido mucho en los últimos días. Pero ahí estaba, y ahí perduró durante bastantes meses. Dejé dos rosas rojas encima, toqué la tierra, la regué con mis lágrimas. Me senté en uno de los bancos de madera del mirador y contemplé las vistas. Negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Aún me quedaba mucho tiempo para superar todas y cada una de las fases del duelo y entonces ni siquiera hubiera sabido decir en cuál de ellas me encontraba. Solo sé que en ese momento sentí a Amama, sentada junto a mí, con una de las rosas que le había llevado, acercándosela y deleitándose con su olor. Sonriendo. Y yo pensé que, al igual que a ella no le gustaba cómo sonaba la palabra abuela, a mí tampoco me gustaba cómo sonaba la palabra adiós. Por eso la miré y dije: «Agur, Amama».

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