¿Tu que sabes de tu abuela materna?”, comenzaba diciendo el artículo que leí en Internet. Supongo que se mucho, lo suficiente por haber vivido con ella hasta mis 19 y sus 68, edad en la cual la vida le fue arrancada cuando aún tenía mucho para dar. Podría enumerar mil recuerdos que mi memoria privilegiada aún permiten evocar. Sin embargo, la mejor descripción de mi abuela, la escribió una ex vecina suya, desde un país lejano, a modo de carta, que ella guardaba en una cajita junto con dos o tres joyas y algunas fotos que evidenciaban el paso del tiempo. La carta llegó a mis manos cuando ya no me acordaba que existía. La leo cada tanto,cierro los ojos, y veo a mi abuela Blanca leyéndola en voz alta cuando yo era quizás adolescente. No hay dudas de que es el mejor retrato y homenaje que se le puede hacer.

“Un otoño del 64 nos mudamos. Éramos una familia de cinco, la Mina, algunas plantas y muebles viejos de recuerdo. Ese barrio no me gustó porque quedaba lejos del liceo, y más lejos aún del centro, aunque los ómnibus pasaban a cada rato levantando gente de las paradas. Un barrio con árboles viejos de verde desteñido, que se reanimaban cada domingo con los olores y colores de la feria vecinal. Veo nuestra calle, la única de pedregullo y tierra bordeada de casitas, con veredas de verde patio, llena de promesas en épocas electorales, y me río ahora con tristeza, porque los pozos abren más sus bocas al invierno y la lluvia, y las grietas sus risas secas al verano.

Pero particularmente pienso en la esquina de Homero y Oficial Cuarto, donde está una casita gris rodeada de un muro que en realidad no es un muro para nadie pues todos entran sin que se les ofrezca resistencia alguna, en busca del pan tibio de las mañanas. Claro, a mis trece años de sonrisas bobas, no le di la importancia que se merecía. Ahí está hace muchos años el almacén de doña Blanca, (no le conozco otro nombre) y “doña” se le dice como un título impuesto por los vecinos afirmándose cada día más y más. Ella es como esa casa: pequeñita, y es también como ese muro con sus mismas cualidades…

Para mi en ese entonces era una persona como tantas otras, con sus curiosidades y secretos como todos. Quizás un poco gris, un poco silenciosa, un poco bajita de más, pero con ese tamaño ideal para moverse entre las latas de galletas, los estantes atestados de dulce y detergente, y un sinfín de cosas más, que solo ella sabe dónde encontrarlas.

Tiene dos hijas, pero solo ella cuenta en esa esquina, la única que recibe a sus distribuidores, la única que cierra sus portones al mediodía y en las noches. Los veranos dejan al almacén caliente e insoportable, pero siempre abre sus puertas al mismo horario, y sigue viviendo recibiendo las malas y buenas nuevas de sus clientes. Nunca habría pensado en ella, pero la distancia y la soledad de los domingos, tienen la cualidad de unir y humedecer mi mente de recuerdos.

Diría que sin quererlo, por una necesidad de seguir viviendo, Blanca se fue enterando de los problemas de todos, poco a poco… y ahora está más sentimental, sus ojos tienen lágrimas y aliento para el que llora, sonrisas para el que ríe, y comprensión para el equivocado. Recuerdo haberla visto apuntando con dedo de juez a sus vecinos.

Esa esquina es su vida, y detrás del mostrador por entre los comestibles y botellas que apenas dejan libre de visión la puerta ha visto pasar a mi madre agobiada de preocupaciones a mi padre camino al trabajo con paso lento y azul, a Julia, siempre apurada de paquetes y horarios, a Elvira y a mi, un montón de sonrisas cristalinas, libres esperanzas, sin futuro definido, vestidas de escuela y liceo.

Nos ha visto crecer, envejecer, silenciosa y sin opiniones. Paso a paso nos fuimos abriendo a ella, claro…muchos inviernos y primaveras han debido pasar desde entonces.

Cuando papá enfermó tendió su mano a mi madre y les prestó ayuda, exenta de cláusulas y tiempos, y aunque yo no estuve en ese entonces pienso que lo lloró a su muerte, como lloró a su marido. También tiene sus recuerdos y rigurosamente algunos fines de semana la veo caminando hacia la parada, con un ramito de flores en la mano.

Cuando se ausenta por unos días, le pide a los vecinos que cuiden de la esquina, rodea su casa de candados, cierra las ventanas al sol y las estrellas, y se va segura, pues sabe que todos los vecinos cuidan el lugar del que precisan.

Y desde la distancia, me sonrío pienso que sí, que ella tiene un derecho en el barrio, un derecho silencioso, y respetable como el de una leyenda. La llaman Doña Blanca, junto con la calle, los árboles, y los azules de la gente, ella es el azul y ella es la mano abierta, extendida a todos,y diría que sin saberlo, será leyenda del barrio.

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