Hubo un tiempo en el que fuimos felices.
(Única fotografía en la que aparecemos los tres juntos.)
Recuerdos atravesados.
Un día cualquiera, mi padre llegó ebrio a casa. Sólo tenía seis años en aquel entonces, pero me acuerdo perfectamente de cada mínimo detalle.
Vivíamos en una vivienda comunal, en un pueblucho bastante olvidado. En un edificio de cinco pisos, donde en cada uno de ellos habitaban cómo veinte familias. En cada planta al final del largo pasillo, había una zona de duchas a la intemperie, cuatro lavamanos destrozados sólo con agua fría y un único y sucio váter a rebosar de heces y orina. Triste, no obstante completamente cierto. Intento ignorar esos recuerdos, junto a la planta cero, porque si seguías bajando escalones, te toparías con una puerta negra que siempre permanecía cerrada. Nunca supe lo que guardaban allí, pero la rodeaban ratas sebosas y cucarachas de tamaño preocupante. Me entran escalofríos al hacer memoria, aunque hayan pasado ya quince años.
Cuando mi papá entró por la puerta de nuestra humilde morada, observé que la cerró enseguida con llave y tambaleándose, poco a poco se dirigió hacia mi madre. Ella, sin percatarse de la llegada de su marido, continuaba cerca de los fogones electrónicos cocinando una sabrosa sopa de arroz y pollo. Toda la casa estaba impregnada de ese delicioso olor a cocido casero, como lo añoro.
Inmediatamente me di cuenta de que mi padre venía borracho. Le delataron sus torpes pasos dando bandazos de un lado a otro, aproximándose lentamente a mamá. Sin poder evitarlo me asusté y para alertar a la mujer, saludé en tono exageradamente alto a papá. Él ni siquiera me miró, pero mi madre se volvió rápida y veloz apartándose de los fogones.
En ese exacto instante, mi corazoncito se encogió cómo una uva convertida de súbito en una pasa. Mi respiración, paró en seco invadida por turbulencias en mi cabeza. Me quedé bloqueada, clavada en el sitio, esperándome lo peor de ese hombre que se hace llamar padre. Realmente a mi nunca me levantó la mano, tampoco bebía mucho, pero cuando lo hacía, se convertía en un monstruo, un monstruo que habitaba en lo hondo de sus entrañas.
A continuación, sin explicación alguna, mi padre le encajó el primer golpe en la mejilla a mamá. Lamentablemente la mujer ya se lo esperaba, viendo la rabia en lo profundo de sus ojos… por ello, tras recibir el impacto en total silencio, me hizo una señal con los dedos para que me escondiera bajo el blanco mantel, de la mesa que tenía detrás de mí. Sin embargo mi ser, permaneció anulado, impedido de cualquier movimiento, incomunicado, atornillado al suelo. Momentáneamente, el hombre se dio cuenta de los gestos de su esposa y al tomárselo como amenaza la volvió a pegar, pero esta vez con el puño contra su tabique nasal. Siempre me sentiré culpable del segundo golpe…
Nada más recibir el puñetazo en la cara, mi madre se desmayó derrumbándose al suelo. De inmediato mi padre se apartó confuso, mientras yo corría hacia mamá llorando, preguntándole si se encontraba bien y si podía oírme. Al abrazarla con suavidad, no paraba de hablarle observando su nariz partida por mi propio padre. No sabía que hacer. Si quedarme callada o llamar a los vecinos a gritos, o quizás intentar conversar con él o no valía la pena, en fin, sólo tenía seis años.
Pocos minutos después, mi madre abrió los ojos y al tratar de ayudarla a incorporarse, papá me la arrebató de las manos chillando palabrotas varias. Ni mamá ni yo, comprendimos las razones de su desorbitada furia. Vagamente ahora comienzo a entender, que se le iba completamente la olla y se imaginaba que cualquiera podía estar en su contra y clarísimamente mi madre en esos momentos, era la enemiga. Tras agarrarla del brazo con las dos manos, mi padre la empujó al suelo. Luego, como si nada, se dirigió hacia la cama para dormir la mona.
A la mañana siguiente, me desperté temprano y ayudé a mamá a preparar el desayuno. Papá seguía acostado, pero con un ojo abierto por el insoportable dolor de cabeza.
-¿Quieres desayunar? – preguntó de repente mamá, observando a su esposo de reojo.
-No.- contestó enseguida el hombre, levantándose pausadamente de la cama. – Agua…
-Hay en la nevera, cógelo tu mismo. – sugirió dolorida mi madre, mirando fijamente a su marido.
-¿Pero que te ha pasado, mujer?- cuestionó sorprendido papá, observando la destrozada nariz de mamá. -¿Te has caído?
Pocos meses después de lo sucedido, mi madre decidió separarse de mi padre. Y a las semanas, ella y yo nos fuimos a otro país, a empezar desde cero. A un lugar maravilloso y más cálido, a muchísimos kilómetros de él.
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