No fue difícil echar volar la imaginación, a través del tiempo, revivir aquellos momentos idos, dónde el despertador era el canto del gallo.
La abuela Juanita, nos esperaba en la orilla de la carretera con una lámpara de kerosen, acompañada de sus fieles perros flacos, casi iguales a la oscura línea que dibuja el asfalto, semejando una carretera.
Entre las marañas de los secos cujises, se cruzaban las sombras de los murciélagos que salían de caza, haciendo un ruido escalofriante en aquel silencio sepulcral…
Ese largo viaje duraba 32 horas de infinitas calamidades. Desde el momento que subíamos al autobús, desde Perijá hasta Boquerón, era una condena para mi.
Mi madre solía ir preparada con bolsas plásticas, periódicos y servilletas para el dichoso viaje, sus herramientas para mis mareos y lo que surgiera a consecuencias de estás.
Aquel asiento era una L, el cansancio la incómodidad el trayecto y los calores, me mataban lentamente. Las náuseas eran mis compañeras de viaje, se me escapaba la vida en cada curva y hueco en que caía aquél (expreso) así se le llamaba, porque era un viaje directo.
Cuando llegabamos a una parada a reponer gasolina, todos bajaban a estirar las piernas, fumar e ir a los baños, comer algo y espabilarse.
Mi madre me acomodaba sobre las dos butacas, así podía recuperarme un poco y dormir un tanto y, en ése corto tiempo lo usaba ella para sus necesidades.
En el momento de continuar, me traía café con leche casi frio y una empanada recien sacada del aceite con algunas golosinas. El premio por ser fuerte.
Me recuperaba como por arte de magia, ya luego mi cabeza la sacaba por la ventana, besándome la mejilla la brisa fresca y bañándome la luz de la luna, majestuosa en ése gran firmamento, llamado cielo.
Veía caer una que otra estrella fugaz y pedía un deseo, llegar pronto.
Horas y horas y nunca llegábamos, paradas para dejar ó subir pasajeros una que otra encomienda. Y nuestra llegada se hacía eterna.
El silencio reinaba y sólo la música se escuchaba para mantener despierto al conductor, ya que el ayudante dormitaba justo al lado derecho, en la entrada del autobus.
Me entretenía escuchando la novela de Martín Valiente. Después empezaba el musical de canciones llamado; Venezuela, México y Colombia, era anunciando que despuntaba el alba.
¡Se detuvo el autobus! se encendíeron las luces y vi a madre que empezaba a sacar maletas de arriba y bajar, sacando la basura que en ese recorrido almacenamos.
Yo era la última que bajaba, masilenta, desgreñada y pestilente con olor ácido de tanto vomitar, bajaba feliz.
Mí abuela justo en la entrada me abrazaba fresca de tanto esperar y llorando de emoción, sus (negras) ya estaban con ella, en sus brazos encontraba la gloria con su olor, mis raíces, mis ancestros, vivían en ella.
Los perros alegres no nos dejaban caminar, cargadas, cansadas pero felices de estar, donde nació madre y después yo, donde seguro comí tierra mientras aprendía a gatear.
Como añoro ese pasado, era feliz, era una cría de 7 años, recuerdo al cerrar los ojos y vuelo a esos pasados, mucho viajamos esos mismos kilómetros, esas mismas carreteras, ése mismo motivo nos llevaba a visitar a la abuela, en las fechas importantes, nuestro viaje al oriente del país, Boquerón; Anzoategui.
A tu memoria abuela
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