Amanece en las afueras de la gran ciudad, que no es poco. Mientras el sol emerge por el horizonte marcando el inicio de un nuevo día, un gallo deja suspendida en el aire su diáfana copla, despreocupándose, tal vez de forma intencionada, de lo que sucede en los dominios de su ínfimo reino. Para Antonio, que en ese momento se levanta de la cama, solo es uno más, un nuevo día sin esperanza, otro en el que llegará a casa de madrugada, oliendo a paro, a sexo prohibido y a alcohol, como todos los anteriores desde no recuerda cuándo.
Se ilumina el horizonte también para María, su mujer, aunque solo en lo que a claridad se refiere. No la sobresalta el canto del gallo, porque hace mucho que ha dejado de sorprenderse y también de dormir. El sueño no está hecho para los infelices, ni el amanecer para los desgraciados. El sueño acude a los que están rendidos por el cansancio y gozan de momentos de felicidad, a los que están vivos. Y ellos son momias en vida. Están muertos.
Otro calvario disfrazado de nuevo día empieza también para Lucía. Intentará hablar una vez más con sus padres. Intentará explicar lo que ya no puede ocultar la evidencia. Lleva dos meses buscando el momento adecuado para hacerlo, pues los síntomas empiezan a ser ya demasiado evidentes y el tiempo mueve ficha y juega en su contra. Su actual novio —difícil saber qué número hace— se ha asustado y ha huido para nadar en aguas menos revueltas, como tantos otros.
A Alejandro se le pegan las sábanas como todos los días. No tiene aliciente para levantarse y decide quedarse en la cama, cubriendo su cabeza con la almohada para escapar de la realidad y de los gritos. Odia a su madre, porque, a pesar de golpes y vejaciones, no tiene el arrojo suficiente para mandar a la mierda a su padre. Y odia con vehemencia a su padre por no ser capaz de sacar a su familia adelante y por darles la espalda cuando más lo necesitan. Alejandro se ha sumergido en la droga y se refugia en ella para no tener más peleas, para no tener que darle muerte.
Amanece para todos ellos y también para ninguno, porque la llegada del día es una nueva prueba de convivencia que tendrán que soportar, y los que no tienen esperanza prefieren la noche, que al menos les da oportunidad de esconderse de los demás y de sí mismos. Tienen miedo del amanecer porque no toleran verse en la cocina, o haciendo cola en el cuarto de baño, por eso acuden a él de madrugada, cuando no hay tráfico. Temen hablar cuando no hay nada que decir; temen decir cuando no hay nada que comunicar, cuando las palabras, temerosas también, hace tiempo que se refugian en bocas selladas. Temen enfrentarse con la vida, pero salen corriendo de casa porque cualquier cosa es preferible a respirar el aire pesado de su interior, o a aguantar esas miradas cortantes que hacen mas daño que los propios golpes. No, no lo son, difícilmente podrían considerarse una familia, son más bien un grupo de gente que el destino ha unido con un viscoso denominador común: la sangre que corre por sus venas, la misma que dibuja su retrato. Pero resulta paradójico que un fluido que lleva la vida a tantos seres no sea capaz de hacer vivir a unos pocos desgraciados. Anochece en la fábrica de fracasos que es la gran ciudad, que ya es mucho.
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