Para los pocos transeúntes que recorren esa calle a esas horas, el cartel no induce a error. El establecimiento está cerrado, aunque en la oscuridad de la noche pueda verse una débil luz en su interior, señal inequívoca de que el relojero se encuentra trabajando en la trastienda, su taller. Sin embargo, eso no impide que yo penetre en el local por la puerta trasera que da a un lóbrego callejón, y que avance sin ruidos, sin miedo a ser descubierto. No es la primera vez que lo hago.

El habitáculo que ocupa la trastienda es reducido, más aún por la inmensa cantidad de aparatos medidores del tiempo, de todos los tamaños, que se amontonan por doquier y cuelgan de sus paredes. Puede que se trate de artilugios encargados hace tiempo para su reparación, olvidados por sus dueños debido a la demora que sufren por el arreglo de otros artículos entregados con anterioridad. Pero es que, además, a este hombre le gusta trabajar solo. No confía en nada que no sean sus propias manos para solventar el problema. Y, en verdad, no hay nadie como él.

Las máquinas permanecen dormidas, inmóviles, silenciosas, esperando el momento en que este hombre acceda a sus mecanismos y los ponga de nuevo en funcionamiento. El ruido tan característico que pueda llegar a oírse, una música celestial para los ya débiles oídos del relojero, procede de otros aparatos en marcha, no pendientes de arreglo y que forman parte de su historia personal. Son su vida. Aparatos heredados cuando era muy joven, adquiridos a coleccionistas, como ese curioso reloj de pared, o encontrados, casual e ilógicamente para él, abandonados entre la basura. Quizás adolecían de algún pequeño fallo, nada que él no pudiera solucionar. Y ahora están ahí, colgados, reacios a venderse aún al mejor postor; de qué le sirve el dinero a estas alturas. Su libreta de deudores está llena de anotaciones, algunas de hace años. Pero eso no le importa mientras pueda seguir subsistiendo con otros honrados clientes que abonan la reparación al momento de la entrega. Para él es mucho más satisfactorio el poder reparar un mecanismo averiado que el que le pueda proporcionar una determinada cantidad de dinero. Supone haber superado el reto impuesto por la terca maquinaria, reacia en un determinado momento y por cualquier causa, a continuar su permanente movimiento.

Es un hombre viejo, con pelo ralo en la parte de atrás de su cabeza. De piel arrugada y con lentes, apoyadas en su nariz aguileña, que le proporcionan la necesaria agudeza visual cuando maneja esas diminutas piezas integrantes de los mecanismos más perfectos. Sus manos no tienen la misma firmeza de antaño, pero aún así él es capaz de manejarlas y dotarlas de seguridad cuando se trata de trabajar con esas piezas menudas, casi microscópicas. No importa si cae algún tornillo o pasador, ya imposible de encontrar en el mugriento suelo. Extrae de su gran caja con decenas de pequeños cajones lo que precise y asunto resuelto. Las piezas perdidas serán restituidas a sus correspondientes apartados sin que él pueda llegar a apercibirse de tal reposición.

Permanece unas horas después del cierre laborando sobre esas precisas máquinas, sin importarle la hora de la cena o a la que tenga que acostarse, que no es fija. Esas son circunstancias que no le atan. La cena, porque la mayoría de las noches solo toma un poco de caldo caliente o una pieza de fruta antes de proceder a acostarse. Y el descanso, porque no tiene hora fija de hacerlo y tampoco necesita dormir muchas horas a su edad. Durante el día, la campanilla de la puerta del establecimiento indicándole que alguien ha entrado perturba su concentración y dificulta la satisfactoria terminación del producto en el que se halle trabajando. En el silencio de la noche, solo acompañado de ese tic-tac entremezclado, y sus pensamientos y recuerdos, es como más cómodo se encuentra para realizar su trabajo.

Y es en estos momentos también cuando puedo charlar con él. Por eso lo hace. A salvo de oídos y miradas indiscretos, de interrogantes sobre su supuesta cordura que él sabe con certeza que no ha perdido.

—¿Ya estás por aquí?— dice mirando al vacío espacio que se encuentra detrás de él.

—Hola, abuelo ¿Cómo puedes adivinar que soy yo si no hago ruido alguno?

—Porque te presiento. Ya no eres ningún misterio para este pobre viejo… que no llegará siquiera a conocerte.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso no te he contado en todo este tiempo que te llevo visitando todo lo relativo a mi vida? ¿Qué otra cosa puede significar conocerme?

—Llegar a haberte podido abrazar. Sentir tu delicada piel de bebé, de niño, tal vez de adolescente…

—Sabes que eso no es posible, abuelo. Pero percibes mi presencia, hablas conmigo… En cierto modo me has conocido, aunque no hayas podido llegar a ver mi aspecto.

—No he contado esto a nadie, ni siquiera a tu madre. Decirle que hablo con un futuro hijo suyo sería un auténtico desastre. Me tomarían por loco, me encerrarían en un asilo y perdería el contacto con mis relojes. Jamás lo haré.

—Ni yo lo consentiré. Y ten por seguro que haré todo lo que esté en mi mano para que nunca dejes tus amadas máquinas de precisión.

La conversación sigue su curso durante algunos minutos más, hasta que decido dar por finalizada nuestra charla con la promesa de volver a hablar pronto, como siempre a su señal, ya que es él quien marca los encuentros. Yo me limito únicamente a atender su llamada. Lo abandono hasta otro momento justo cuando él se levanta de su taburete y se dirige, como si fuera una manía, lo he observado en todas las ocasiones, al antiquísimo reloj de pared colgado frente a él y mueve sus manecillas hasta darle una vuelta completa.

No recuerdo qué es lo que pasa a continuación. Solo sé que despierto de nuevo en mi cama como si todo hubiera sido un sueño.

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