Doña Dolores caminaba de un lado a otro de la sala. El vestido de encaje negro con miriñaque, rozaba torpemente el sillón de terciopelo rojo. La cara ofuscada se iluminaba con el brillo de las joyas del collar. Se hacía la señal de la cruz sólo en el rostro, de manera rápida y secuencial:

– ¿Por qué a mí? ¡Dios!… A mí que soy buena, soy generosa, soy compasiva y tan creyente…

El cura asentía con la cabeza a cada “soy” de la señora y bebía de a sorbos la copita de Jerez.

– Os aseguro, Señor Obispo, que esta vez es algo grave. Lo mandé llamar para que me guíe y dé su bendición.
El obispo consentía y apañaba a Doña Dolores, fundamentalmente por las donaciones que hacía a la iglesia, pero también le apenaba esa mujer que al morir su marido, “el Capitán”, había quedado a cargo de toda la estancia.
Su familia se había enriquecido de una manera espuria y se comportaba como si el sucio dinero acumulado le otorgara poder sobre las demás personas.

– Yo… que de corazón lo traje cuando ajusticiaron a su familia. ¿Recuerda Señor Obispo? bah, si se le puede llamar familia a ese montón de indios ¡sacrílegos! hijos del demonio, que decían que Dios estaba en las plantas, en las piedras. Andaban descalzos, semidesnudos, mismísimo que animales. ¿Se acuerda Monseñor? ¿Y cómo me pagó el mal nacido? poniendo mi amada Virgen de Guadalupe en el establo, al lado del caballo que ayer se lastimó una pata.

Tupac pertenecía a la familia de los Incas, el más grande imperio de la América Precolombina. Con dos millones de kilómetros de extensión, que fueron recorriendo llevando y compartiendo sus conocimientos científicos sobre agricultura y astronomía. Dando y recibiendo, jamás imponiendo.
Cuando comprobaron la maldad y prepotencia de los conquistadores, mujeres y niños para su protección, fueron enviados a la ciudadela sagrada, enclavada en la cima de la montaña Machu Picchu quedando los guerreros en Cuzco, donde Tupac Amaru II, último dirigente de los Incas organizó una rebelión para combatir al invasor.
A pesar de su valentía y razón fueron vencidos, y el líder junto con su familia, ajusticiados en la plaza pública de la ciudad central del antiguo imperio.

“Habiendo amarrado a Tupac Amaru II, los imperialistas mataron a su mujer frente a todos. No se sabe como, pero éste se despojó de los grillos y esposas, se abalanzó sobre el verdugo y le cortó la lengua.
Asombrados, le ataron a manos y pies cuatro lazos, que asidos éstos a la cincha de cuatro caballos, tiraban los mestizos, cada uno a un punto cardinal, con la idea de desmembrar al líder inca en cuatro: los cuatro estados que abarcaba su antiguo imperio.
Cuenta la leyenda, que el viento comenzó a soplar muy fuerte, el cielo se cubrió de nubes oscuras, densas, y aún siendo una estación muy seca, se manifestó una lluvia tupida y copiosa.
El Inca quedó suspendido en el aire, ni un solo grito se oyó, y no se sabe si fue porque los caballos no tiraban fuerte o el indio era de fierro, que no lograron desmembrarlo.
La ejecución terminó cuando el Visitador ordenó, “bondadosa y compasivamente» se decapitara al rebelde, se le cortaran brazos y piernas para exhibir en los cuatro estados, demostrando la disolución del noble reinado del Inca, ahora en dominio del nefasto invasor.”

– Cuando entré al establo –continuó- ese hijo del diablo, estaba sentado con las piernas enroscadas y esas manos marrones, ¡mugrientas! una sobre la bestia, y la otra sobre mi Virgencita. ¿Se da cuenta? ahí nomás tomé la fusta y se la di en la cara. Con toda mi fuerza, para que aprendiese.
El cura impactado negaba con la cabeza sin poder creer lo que escuchaba y disimuladamente se sirvió otra copa de Jerez.
– El muy ladino me miró sorprendido -prosiguió con énfasis- ¡Ni una palabra dijo! Y salió corriendo, como rata. Por eso mandé a los soldados. ¡Joder!

El indio corría por la sierra peruana confundido y asustado. No comprendía … “Los blancos siempre decían que la Wuanca Llumpa tenía poder, que sanaba, y como ellos habían matado las plantas sagradas para curar, de alguna manera debía proteger al alazán”.
Era lo único que le había quedado de su familia.
En medio de los pensamientos escuchó un ruido seco, metálico. Los pájaros salieron en bandadas de los árboles. Sintió un golpe en la espalda y un fuerte dolor que lo derribó boca abajo.
El aroma de la tierra fértil lo envolvió y como despertando de un sueño recuperó los recuerdos de su linaje ancestral:

– ¡Yo Soy un Tupac! De la noble raza del Inca. Hijos de Viracocha, protectores de la Pachamama y bendecidos por Inti. ¡Debo seguir!
De inmediato se levantó y corrió con una liviandad desconocida, lo notó, pero lo distrajo el galope del alazán que venía a su encuentro. Tupac se le puso a la par, tomó las crines con ambas manos y lo montó.
Cabalgaron velozmente por laderas y ríos. El viento arremolinaba las hojas mientras el sol despejaba las nubes acariciando la tierra.
«Los caras pálidas no son dioses -se dijo- sólo son hombres, como nosotros, aunque ellos… ellos viven esclavos: esclavos de la codicia, la ambición, la soberbia».
Inspiró profundamente, sintió alivianarse el corazón. Una sensación de libertad impregnó su Ser. Y, con el entrañable recuerdo de su familia, continuó sierra arriba…

El cadáver de Tupac era arrastrado por los soldados.

Los Quetzales intentaban revivirlo tirándose sobre el cuerpo aún tibio, y en cada contacto con la sangre india, sus plumas verdes iban tomando los colores del Arco Iris.

Lo arrojaron en la entrada de la estancia.

El obispo no salió a bendecirlo.

Pero sí salió Doña Dolores, que, con gesto adusto y brazos cruzados sobre el voluminoso abdomen, ordenó, “bondadosa y compasivamente” tiraran al hereje en la misma fosa donde estaba el alazán, que minutos antes habían asesinado.

Foto de familia pertenece a la película “Tupac Amaru” 1984

Laura Muga Montagna

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS