Tiquete del Futuro Express

Tiquete del Futuro Express

Fabio Romero

07/09/2016

Como si llevara esperando horas enteras por nuestro arribo, el sopor de la tarde en el pueblo nos recibió con un insoportable abrazo. La brisa avanzaba con oleadas lentas y se detenía a descansar en el cuello, en los brazos, en el pelo de Susana, en mi camisa, en nuestras ganas de hablar. Susana, que conocía el pueblo desde que era niña, me señaló la salida de la estación.

Siempre pensé que nuestro primer viaje iba a estar invadido de historias, igual que lo hacíamos cada vez que caminábamos por cualquier avenida de la ciudad, pero en algún momento cuando estábamos en el tren me venció el sueño. Cuando desperté, ella estaba con la mirada perdida en la ventana y lo primero que pensé fue que la había dejado hablando sola, y que era ella y no el arrullador sonido del tren, la que me había adormecido.

Caminamos varias manzanas sin cruzar más que un par de frases hasta el registro en el hotel. Descansamos en la habitación esperando la noche y cuando sentimos una brisa más fresca, salimos a cenar con las promesas arquitectónicas del día siguiente, con su sonrisa tibia y nuestras manos entrecruzadas. Aunque Susana tuvo la idea de invitarme a conocer la basílica para completar mi proyecto fotográfico, no había duda de que su fervor religioso y un vestido blanco en su cabeza también habían venido con nosotros.

A la mañana siguiente, me despertó llamándome varias veces. Cuando abrí los ojos, ya estaba vestida y lista para salir.

—Mi vida, son las siete. Si no te apuras vamos a llegar a la iglesia cuando esté llena y con todo ese tumulto de gente lo único a lo que vas a poder tomarle una foto será a las escalinatas de la fachada. Anda, levántate pues.

Cuando llegamos a la iglesia, todavía faltaba al menos media hora para que la misa diera comienzo. El tumulto de gente estaba conformado por dos parejas de ancianos sentados en bancas diferentes, una dama en la primera fila y algunos turistas. Terminé el registro del interior de la basílica antes de que las campanas dieran el último llamado a misa, pero no alcancé a poner un pie afuera de la iglesia cuando su voz me detuvo:

—Deberíamos quedarnos. Cuando estamos en la ciudad nunca vamos a misa y aunque yo sé que no eres un gran fan de las cosas de Dios, aquí puede que te guste. Hazlo por mí, solo por esta vez.

Mientras el sacerdote hablaba, me veía a mí mismo cargando la cruz del sermón, del ponerse de pie, del sentarme otra vez, de los cánticos y respuestas que nunca aprendí. Ahí estaba yo cayendo bajo la pesada cruz por primera vez. Luego vino el otro sermón, persignaciones y oraciones ajenas, y ahí estaba cayendo por segunda vez. El mediodía se acercaba, me pasé el pañuelo por la frente y ahí estaba mi santo sudario; y mientras se celebraba la comunión, crucé la mirada con una pareja de ancianos y pensé: “No lloren por mí”. Entonces bostecé y Susana me codeó, como un azote, seguido de un reproche de diez palabras y una mirada reojo, y entonces caí por tercera vez, pero no hubo cirineo, ni Padre, ni Madre ni Espíritu Santo que me salvaran de la crucifixión.

Aunque el cielo empezó a nublarse cuando salimos de la basílica, escogí el restaurante más cercano para evitar el bochorno y tratar de resucitar la conversación.

—¿Qué vas a comer?
—No sé. Al menos no tanto como tú —dijo mirando en el menú el plato que había ordenado-. Ahora vamos a dar una caminata por el pueblo y con el estómago lleno vas a estar quejándote todo el tiempo. Debiste haber elegido algo ligero, pero allá tú con tu hambre.

Un arcángel de cinco años, enviado por el Dios en el que me veía obligado a creer, cayó al suelo justo en la mesa vecina. La sonrisa de Susana brilló gloriosa en medio del restaurante y volvieron las historias, la infancia, aquella cita en la que me ofrecí a llevar el plato a la mesa y lo dejé caer. Sus dedos volvieron a jugar con su cabello, a organizarme el mío y se entrelazaron con mi mano hasta que llegó la camarera.

Mientras servían los platos me quedé observando a la familia de la mesa vecina, él con su barriga chocando con el borde de la mesa, ella con el ceño fruncido regañando el arcángel y su hermano. En un segundo los niños estaban preguntando por qué la limonada de coco se llamaba así y no cocada, o por qué la gente trabajaba los domingos si Dios descansó ese día, y yo seguía viéndolo a él, con el cansancio en su mirada y me pregunté si acaso harían el amor esa noche, o alguna otra. Volví a Susana y terminé mi almuerzo.

Después de una caminata de unas tres horas, regresamos al hotel y dormimos separados por el calor. Pensé en aquel hombre, en los ancianos de la iglesia, en que esa noche no hicimos el amor con Susana. Me vi a mí mismo quien sabe cuántos años después, con mi barriga chocando contra la mesa y al otro lado Susana, fingiendo mirar el menú, regañando a uno o dos niños porque con la comida no se juega y diciéndoles que dejen el servilletero así como está.

Al día siguiente, en el tren de regreso, su mirada iba perdida en las nubes que parecían un cuadro en la ventana. Volteó su rostro y se encontró con mi mirada.

—Pensé que te habías quedado dormido. ¿Está todo bien? —me preguntó mientras me tomaba de la mano.

—Todo perfecto, cariño, aunque tienes razón, creo que dormiré un poco. Me avisas cuando lleguemos.

Separé mi mano de la suya, me crucé de brazos y cerré los ojos durante todo el viaje, aunque no tenía sueño.

(CHIQUINQUIRÁ, COLOMBIA)

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