NO BASTA LA FE

“Vicente mata la gente”, le decíamos de pequeños para fastidiarle o también aquello de “¿dónde va Vicente? donde va la gente”.

Era vecino mío e íbamos al mismo colegio. Él era el mayor de nueve hermanos y su padre era médico como el mío. El suyo oculista, el mío cardiólogo.

Nunca fuimos muy amigos sino tan sólo vecinos y alguna vez nos visitábamos mutuamente con ocasión de nuestros cumpleaños. Bien pronto me dijo que quería seguir los pasos de su padre y hacerse médico.

Se mudaron de casa y ya no volví a verlo sino por rara casualidad en la calle. Yo, miope, era paciente de su padre, que me graduaba la vista para las gafas que desde los doce tuve que usar. Me dijo en la consulta, cuando yo ya era universitario, que a Vicente, que estudiaba medicina, le estaban perjudicando las malas compañías, “los porros y tal”. Y tal.

Abandonó la carrera y se le empezó a ver solitario en alguna plaza o deambulando sin rumbo por las calles de la ciudad.

Me saludaba efusivamente y en cierta ocasión nos sentamos a hablar en un bar. Su conversación era extravagante por decirlo de alguna manera. Así sin más te empezaba a contar los escabrosos detalles de una relación íntima que al parecer le marcó bastante.

Fuese imaginaria o real a mí no me interesaba, me hacía sentir incómodo y se lo hice saber.

–  Entonces ¿no quieres que te cuente mi vida?

–  En otro momento –  le dije cariñosamente para no ofenderle.

–  No basta la fe, también los demonios creen en Dios y por eso tiemblan.

Nunca entendí por qué dijo eso ni qué sentido tenía esa frase en aquel momento.

Algunos decían que empezó a sufrir hipocondría en cuarto de carrera y que según iba leyendo en los manuales de patología las diferentes enfermedades, físicas o mentales, él creía padecerlas todas sucesivamente, una tras otra.

Otros, que tanta droga acaba con los neurotransmisores de cualquiera.

Con razón empezaron a faltarle contertulios, nadie podía soportar al pobre hombre balbuceando sinsentidos, trastornado y empeñado obsesivamente en ser oculista, como su papá, su Dios.

Pasados veinte años, por increíble que parezca, consiguió licenciarse, de lo cual se sentía muy orgulloso. Y ciertamente tenía su mérito. Había cumplido su propósito vital, había alcanzado su horizonte existencial, ser médico. Jamás ejerció. Estaba enfermo. Demente.

Terminada su dura batalla en esta vida mortal Vicente, no es que haya muerto, pero vaga y divaga casi sin vida. Ha envejecido mal, muy encorvado y con el rostro cual paisaje de montañas desmoronándose. Sigue saludando explosivamente y luego muere.

Yo creo que equivocó su vocación, que, siguiendo la estela de otro que no era él, se obligó a sí mismo a ser lo que él no amaba. ¿Dónde va Vicente?

¿Entendisteis vosotros aquella su frase?

Estos casos son frecuentes y hacen a las personas infelices. Sin embargo yo no siento desprecio ni compasión por Vicente, aunque vaya donde va la gente, porque finalmente, y sin él saberlo siquiera, ha llegado a ser lo que en verdad quería y quizás debía ser: trotamundos.

                                                                                                      FIN

Juan Luís Escrivá Aznar

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