El polvo del tiempo

El polvo del tiempo

Yara MS

07/07/2016

A sus ciento dos años, Luciana decidió que este era ya su último viaje. Sus ojos, tras un siglo de contemplar el cambiante mundo, querían acostumbrarse ya a una imagen fija. Sus huesos, que la habían transportado incontables kilómetros a lo largo y ancho del globo, imploraban ya un lugar donde aposentarse. Pero su mente… ¡Oh, su mente! Aún no se había cansado de aprender. Su insaciable curiosidad no se quería rendir todavía. Sin embargo, por primera vez en su vida, la razón, junto al peso de ciento dos años de aventuras, la obligaron a detener la desenfrenada vorágine que había sido su vida.

Luciana nunca había pasado más de tres años en un mismo lugar. En cuanto sentía que tiernas raíces salían de sus pies y empezaban a brotar en la tierra, las arrancaba de cuajo y emprendía la marcha a donde quisiera el azar llevarla.

Nació en Madrid, se enamoró en Praga, se casó en Roma para luego huir con un alemán que la arrastró por las decadentes noches de Nueva York. Cansada de los enredos del amor, pasó varios años surcando los océanos del mundo en un trémulo mercante cuyos marineros sólo tenían ojos para la mar. Cuando el barco naufragó en las costas del Caribe, Luciana, viva de milagro, pasó los años de su madurez recorriendo el cálido continente.

“¿Qué buscas por el mundo? ¿De qué huyes?” Eran las preguntas que le hacía la gente que conocía su vida de nómada. Durante muchos años, ella se preguntó lo mismo, hasta que encontró una respuesta que satisfacía tanto a sus interlocutores como a su conciencia: “No hay ninguna razón, simplemente hay personas que no valemos para ver la vida pasar.” Y era cierto. Su apetito por ver el mundo no era más que una excusa para saciar su hambre de conocimiento.

Su vida había sido un viaje continuo, una vida consagrada al cambio y al movimiento. Desde luego, una vida que se escapaba de lo común, a años luz de la rutina y comodidad a la que se rinden la mayoría de los humanos. Luciana no sabía si había merecido la pena, pero nunca se le había pasado por la cabeza que hubiese otra manera de vivir.

Pero de todo eso había pasado más de un siglo. La desagradable opresión en el pecho que la angustiaba desde hacía días la devolvió a la realidad. Luciana se llevó la mano a su marchito corazón. Estaba asustada, para qué lo iba a negar.

 Su cuerpo le era ya un desconocido el cual cada vez escapaba más a su control. Los días cada vez eran más difusos y las noches cada vez más negras. Notaba como un ligero polvo iba acumulándose en sus recuerdos más recientes. Aún no se había acostumbrado a la vejez, y no creía que nadie en su sano juicio pudiese hacerlo.

Lentamente, levantó su cuerpo centenario de la mecedora. Sus huesos crujieron, y un ligero mareo nubló su mente durante unos segundos. En un acto de rebeldía, o tal vez de locura, Luciana fue a por su libro de viajes. “Bueno, si he de morir, que sea viajando.”

FIN

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Algonquin Park, Ontario, Canadá.

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