Me encontraba tirado en casa en uno de esos domingos con sabor a funeral. Nunca he podido sobrellevar ese día, quizás porque es el preludio del lunes, que en mi infancia significaba volver al colegio de curas. Recuerdo que estaba viendo una película, cuando sonó el móvil. Escuché al otro lado de la línea la voz apagada de una mujer. Reconocí a Inma, una vieja amiga que vive en Barcelona, a la que conocí años atrás en un lugar muy lejano, un sitio que pobló los sueños y pesadillas de muchos viajeros, un lugar de leyenda.

– ¡Hombre, Inma, qué sorpresa! Ya sabes que voy a Barcelona.

– Sí, lo sé, por eso te llamo… Sé que querías ver a Jordi.

– Claro, y a ti también. Espero poder tener un rato para los dos.

– No creo que puedas verle.

– ¿Anda y eso?

– Jordi se ha ido.

– ¿De viaje?

– No… Jordi ya no está.

– No te entiendo.

– Jordi murió ayer por la noche…

Río_091.jpg

Navegábamos por el río Níger cruzando una vasta extensión de desierto que parecía no tener fin. Llevábamos varios días en dos pinazas rumbo a Tombuctú. Eran dos especies de piraguas a motor, con un techo de cáñamo, que suele ser la forma habitual de navegación por aquellos lugares. En ella viajábamos un variopinto grupo de españoles: parejas en busca de lo exótico, personajes que huían del turismo masivo, alguna divorciada con ganas de emociones fuertes y finalmente los que huían del trabajo, como era mi caso.

En el aeropuerto de Barajas hice buenas migas con una chica vasca llamada Inma. Con ella compartí asiento de autobús durante los primeros días de viaje, pero enseguida se cambió de sitio. No, no piensen que huyó por mi olor corporal, sino porque había quedado abducida por la carismática personalidad de un personaje llamado Jordi.

El tal Jordi era paleontólogo en la Universidad de Barcelona. Un treintañero robusto, de aspecto desaliñado, con barba estilo sefardí y gafas de metal de empollón de toda la vida. Vestía camisetas, vaqueros cortos, un fular y un paraguas negro con el que se protegía del sol. La primera vez que se sentó a nuestra mesa, vi claramente sus intenciones con respecto a mi norteña compañera de viaje. Pensé que no tendría mucho éxito con ese aspecto, pero me equivoqué, como casi siempre en estos temas. El personaje estaba dotado de un agudo sentido del humor que no solo sedujo a Inma, sino también al resto del grupo. Ante eso, era mejor ceder el paso.

Jordi1.jpg

A Jordi le acompañaba Santi, otro catalán como él, aunque charnego de procedencia. Su apariencia era la de un chicano sacado de una película fronteriza de Sam Peckinpah, con un fino bigotito cubriendo su labio superior, pelo negro azabache del que caía un flequillo rebelde y una chulería natural al hablar. Jordi y él eran amigos desde la infancia, jugaban al basket, al scrabble, al póker y habían viajado por medio mundo.

La última noche antes de llegar a Tombuctú, acampamos en la orilla del río. Abandoné la tienda porque era imposible dormir con ese calor. Me dirigí a una duna apartada, esperando encontrar aire fresco. Al rato vino Santi en busca de lo mismo. Luego llegó una pareja en idénticas circunstancias y, finalmente, aparecieron Jordi e Inma. El primero había estado algo tenso los días anteriores como consecuencia de no haber consumado la atracción que sentía por Inma.

Río_063.jpg

Se levantó viento. Todos dormíamos, o eso intentábamos. Habitualmente me cuesta coger el sueño, pero con el azote del aire, la cosa resultaba imposible. Entre ese rugido natural se escuchaba de fondo un sonido misterioso, pero claramente identificable: el roce de dos cuerpos en el interior de un saco. En mi vigilia me preguntaba si Santi también estaba escuchando, o si yo era el único, pero su sonrisilla pícara al amanecer le delató.

Al día siguiente, llegamos a la meta de nuestro viaje: la anhelada Tombuctú. ¿Y qué encontramos allá? Pues calor, miseria y mosquitos. Descubrí que estar a cuatro mil kilómetros de mis problemas no los había alejado. El resto del grupo descubrió un lugar donde sus habitantes sonreían, a pesar de su pobreza. Y Jordi e Inma se descubrieron el uno al otro.

Jordi_e_Inma1.jpg

Tras el viaje, pasó el tiempo. Supe que Santi estuvo viviendo en Guinea Ecuatorial, donde ejerció su oficio de maestro hasta que descubrieron petróleo en sus aguas, lo que le obligó a huir de la creciente inseguridad del país. Después se desvaneció sin dejar rastro. Quiero imaginarle en algún lugar alejado de la globalización, allá donde encaje su personalidad mestiza.

Inma se mudó a Barcelona a vivir con Jordi. Le contrataron en Médicos sin Fronteras, algo que le motivaba mucho más que su trabajo anterior. Mantuvimos contacto e, incluso, de vez en cuando, recibía postales de cada viaje que ambos hacían, como si estuvieran en deuda conmigo por algún motivo.

Gracias a Facebook descubrí al Jordi amante de los fósiles, al cocinero que grababa sus habilidades culinarias, al aficionado del cine más friki, al tipo que hablaba catalán y castellano sin conflicto alguno, además de inglés y algún otro idioma. Descubrí, en definitiva, a un ciudadano del mundo. Hasta que una madrugada de septiembre, colgó una foto de las fiestas de la Mercé.

En ella salía la Sagrada Familia iluminada con colores, mientras unos reflectores apuntaban hacia el cielo nublado. Recuerdo que esa noche llegué a casa y me puse a curiosear en Facebook antes de acostarme. Me topé con la foto que ya tenía varios “me gusta” y el comentario de una chica a la que le había impresionado.

Jordi le contestó: “La verdad es que sí, muy espectacular. Es tremendo lo que se puede hacer con unos proyectores si tienes talento y presupuesto. El mensaje un poco bíblico (Los siete días de la Creación), pero con mucha geología: ciclo del agua, erosión, vulcanismo… e incluso un ammonite”.

Fue lo último que escribió.

fiestas_Mercé2.jpg

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS

comments powered by Disqus