Llegábamos apretujados en un coche desde muy lejos, y desde el momento mismo de deshacer las maletas, ya bien entrada la noche, yo no paraba hasta asfixiar con insecticida a la escalopendra que inevitablemente moraba en el que todos los años durante treinta días de agosto sería mi cuarto. El miedo que me producía saber que el insecto estaba ahí, aunque todavía no hubiera dado con él, era el principio de algo diferente, lejos de mi entorno urbano y del mundo, cuadriculado al milímetro, de mis obligaciones escolares.
Era inevitable que la quietud del valle en el que se encontraba la aldea fuera remplazada por el horror cada vez que algún vecino decidía matar uno de sus cerdos. Nunca vi nada, pero los gritos del animal mientras se desangraba me hacían sentir en un mundo ajeno, por mucho que tendiera puentes con los otros niños de la aldea. Ellos también se esforzaban: nos enseñaban llenos de orgullo sus gallinas, los patos, ocas y conejos de sus granjas, sin mencionar nunca que, con un golpe seco o un tajo, en algún momento tendrían que sacrificarlos, para que todo el proceso de cría tuviera sentido.
Una bandada de tórtolas se posaba en los cables del tendido eléctrico, a poco más de un kilómetro de la casa familiar, cerca de una charca y un bosque. Y llegó el año en que decidí dejar de disparar con la chimbera de mi padre a dianas de cartón y tratar de cazar alguna de esas bellísimas aves sin dueño.
Recuerdo haber madrugado mucho, y vestir una sudadera de amplios bolsillos para guardar los balines. La luz que empezaba a despuntar tenía una belleza diferente, como la de un primer amanecer. Abandoné la aldea y cuando estuve a unos cuarenta metros de la charca cargué la carabina. Inmediatamente empecé a disparar, sin que las tórtolas se inmutaran. Los balines llegaban sin fuerza, pasaban muy por debajo de los cables en que se posaban. En un momento dado alzaron el vuelo y yo las seguí unos cientos de metros hasta que se detuvieron en otro cable; volví a comenzar. Cargar, apuntar, disparar. Nada. Una y otra vez. Nada. Quizás docenas y docenas de disparos sin ningún resultado.
Después inicié el retorno por la carretera hacia la casa de mi abuela, con pasos lentos llenos de rabia. Entrando ya en la aldea, me encontré con el niño que todos los años me dejaba sus mejores tebeos. Me preguntó si había cazado alguna tórtola, y en ese instante vi un gorrión a tres metros de mí, inmóvil en la calzada. Sin dudarlo encaré el arma y le metí un perdigón en la cabeza. “¡Era un gorrión!”, dijo el niño, “¡Era un gorrión!”, repitió mientras el pájaro movía compulsivamente una pata.
Zanjé la cuestión con una respuesta que no era ni de campo ni de ciudad: “Es una tórtola”.
O CAMPO (Pontevedra) desde una ventana. Fotografía realizada por el autor del cuento
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