París es fría, elegante, distante, insegura, esclava de su belleza. Cada escaparate, cada puerta, puesto de fruta o librería, obedece a la ley de la estética. Su suelo es caro y un milímetro de superficie cuadrada es mirado con codicia. No hay mesas desparramadas en la entrada de un bar, todo está pensado por y para la admiración, el regalo de los ojos. Las terrazas de las braserías se devanean los sesos para aprovechar el espacio, de ahí las mesitas redondas alineadas y sus sillas dispuestas en fila mirando al frente. Están destinadas a una sola persona acompañada de un libro o a una pareja estilizada. Es raro o quizás inverosímil concebir una reunión de varias alrededor de una mesa. Quizás por esta razón los franceses o mejor dicho los parisinos, modulan tanto su voz y hablan en susurros, sin elevar el tono. No están acostumbrados al barullo de reuniones grandes en un café, ni al complicado arte de hablar todos a la vez y entenderse. Debido a la posición inalterable de los asientos, si el número es más de tres, la cosa se complica y los clientes bien podrían cuchichear de oreja a oreja sus comentarios y jugar como cuando éramos pequeños a saber lo que entendió el último.
Por la disposición de sus sillas y a que lo habitual en una ciudad de población apabullante es estar solo, uno tiene mucho tiempo para observar el ir y venir de sus gentes. Es fácil saber quién vive en la » ciudad de la luz » y quién no. Sus habitantes van vestidos de negro, sin excepción. Si llevas una temporada sobreviviendo en París, tu vestimenta será oscura, seguramente para estar acorde con ese aire irreal y gris que te envuelve sin percibirlo. Zapatos de lujo, abrigos , trajes, medias… Todo. El colorido de los transeúntes está en manos de los turistas, esos disparatados seres que se atreven a pulular, entre el enjambre de estresadas hormigas. París vende moda, fuera de sus fronteras, en su propia fábrica, es imposible seguirla. El cambio es constante, las tendencias se suceden por días y lo que ayer era lo último mañana ya pasó. Esto lo tienen bien aprendido en casa, ellos sólo se dedican al vertiginoso engranaje que mueve el negocio de un invento que, por un lado les favorece y por otro son totalmente indiferentes.
En la ciudad de la elegancia cualquier detalle importa, las farolas, las bocas de metro, los anuncios de la parada de autobús. Pero esta capital es sobre todo seria, muy seria y no está dispuesta a jugársela por nada. Si tiene que sacar su ejército a la calle, lo hará. Si una hilera de metralletas debe atravesar la avenida de punta a punta, allí estará. Si los bomberos, los héroes de la ciudad, los que se ocupan de todo, no dan a basto. París se viste de guerra. Y si las papeleras, recipientes de hierro forjado, que hasta hoy te acompañaban en tu camino, pasando inadvertidas, ahora son artilugios peligrosos, convertidos en bombas por seres sin escrúpulos. Ante todo estás tú y de repente, comienzas a ver con cierto alivio, como poco a poco, esas antiestéticas bolsas de basura amarillas adquieren un protagonismo que ni ellas mismas pudieron soñar. Y se convierten en honrosas sustitutas de un futuro incierto. Y allí están, victoriosas, desafiando al peligro y bellas, muy bellas, ante la mirada de los que recuerdan lo que ocurrió.
FIN.
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