Llegué a Madrid una calurosa noche de abril. Casi por casualidad. Y digo casi porque no fue un viaje planificado. Surgió así, sin más. No hizo falta vender posesiones, ni cruzar el Estrecho en patera, ni siquiera venir escondido en los motores de un camión con las vísceras encogidas por el miedo a que me descubriesen en la frontera de Ceuta. Fui un privilegiado. Entré limpiamente, en barco, con billete en la mano. Un viaje anhelado pero no programado. Simplemente tenía que aprovechar una oportunidad que se da muy pocas veces en la vida. Tardé segundos, si acaso unos pocos minutos en decidir. “Ahora, o nunca”. Aún no sé como mi tío consiguió despistar a la tripulación. Muchos no encuentran explicación. Yo lo llamo destino. Aquel día quedaron atrás mi madre y hermanos, mientras yo comenzaba mi primer VIAJE sin billete de vuelta.
Existen personas que planifican con gran meticulosidad cada aspecto de su existencia, como si su vida fuese un producto enlatado sometido a estrictos controles de producción. En Marruecos no somos así. La improvisación es compañera inseparable de nuestro día a día. El tiempo allí se mide en unidades que Occidente no entiende.
Cuántas veces habré visto la vida pasar asomado a la balconada del café Central de Fnideq, mi pueblo natal. Apurábamos cada gota de café como si de un delicioso brebaje se tratase, y el mayor privilegio al que se podía aspirar era granjearse la amistad del camarero para que te rellenase la taza con un poco más de leche una y otra vez a cambio de unos simbólicos dirhams. Y así pasaban las tardes, entre guiños de complicidad y risas compartidas por los que no tienen otra cosa que hacer que matar las horas como si de moscas incómodas se tratase.
Allí en Marruecos los viajes duraban horas, tal vez días, con la única finalidad de visitar a la familia de un enfermo moribundo, de ahogar el calor en alguna de las playas semi-desiertas que salpican la carretera que va a Tánger, o tal vez degustar unas sabrosas sardinas en el paseo marítimo de Rincon, donde los púberes de las familias más pudientes rondan desde flamantes coches a las chicas sin hijab, pues ya se sabe que las que llevan pañuelo se reservan para más adelante, cuando llegue el momento de sentar la cabeza y formar una familia.
Las carreteras secundarias en Marruecos no conocen el asfalto, si acaso a algún caminante que vuelve de la mezquita tras la oración del Magreb esperando que un alma caritativa le acerque a la aldea, vendedoras ambulantes con sus mandiles de rayas rojas y blancas y sus característicos gorros de paja que interceden ante el sol abrasador, pintorescos puestos de cerámica, grupos de hombres caminando al anochecer sin más protección que la ofrecida por su propia presencia multitudinaria, o tal vez un agricultor de piel curtida a lomos de su flaco burro hambriento.
Pero España…España es otro mundo. Dieciocho kilómetros es tan solo una cifra, y tan pequeña que no hace honor a la diferencia abismal entre un lado y otro del Estrecho. Es como comparar las valiosísimas últimas horas de agonía de un moribundo esperando a que el Angel de la muerte le conduzca a las puertas del Paraíso, con un año sin sobresaltos en la vida gris de un hombre de mediana edad que repite día tras día la misma incansable rutina pensando que ya no hay nada más que esperar de la existencia. Tanto el espacio como el tiempo son tremendamente relativos. Ya lo dice el Corán, pero no todos saben leer entre líneas.
Pasé de ser un sin papeles anónimo sin oficio ni beneficio, a un ciudadano respetable con nacionalidad y pasaporte. Ya se sabe que el respeto se gana a veces no por la actitud si no por la cartera. Ahora puedo viajar a lugares remotos con el único objetivo de conocer nuevos paisajes y costumbres, escuchar otros idiomas, apreciar diferentes tipos de arquitectura o probar los mil y un manjares de la gastronomía que el mundo puede ofrecerme; eso que llaman viajes de placer y con los que buena parte de mis conciudadanos marroquíes ni siquiera se atreverían a soñar. Pero eso ya es otra historia.
Hamdulillah.
España/Marruecos.
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