Hace más de una década, cuando no me anclaba la paternidad, hice un viaje adánico a la sierra peruana; la soltería me permitía irme adonde quería, total, estaba todavía en onda parricida y, si se daba o no, el típico asesinato ritual de los poetas novatos que quieren acabar con la hornada de poetas precedentes, entonces el asesinato ritual de mis padres, no me importaba. Por esas cosas de la lectura que a veces hace que uno, el lector, se sienta o bien representado o bien deseoso de emular a un personaje o de copiarle las manías o las virtudes, yo había internalizado tanto las vivencias del protagonista de una ficción que quería sentirlas en la realidad de una incursión a la metrópoli hecha literatura: deseaba comprobar la belleza extrema de la ciudad de origen de un viejo escritor peruano recién reconocido por un largo relato en el que aupaba a Jauja, su patria chica, a extremos que a mí me ponían, con cada página devorada, de veras en las cumbres de una irrealidad envidiable y ansiada a más no poder.

A partir de la lectura de la novela, la idea que tenía de Jauja, de una urbe reaccionaria por haberse negado a progresar con el tiempo, era la de un lugar de ensueño, de un sitio de textura paradisíaca eternamente habitable. Me gustó el personaje, el memorioso narrador. Me agradó el tono a saudade del registro y soñé, mientras leía, con mi querencia de origen, la cercana provincia a la que con el paso de los años había ido olvidando y odiando tanto por haberla visto con los ojos de la distancia que dan los años que se viven lejos, que ya no iba allá. Estaba en busca de otra patria.

Recuerdo que una noche, a lo loco, tomé mi vieja mochila militar, metí en ella un par de borceguíes, mudas de ropa, pastillas para el soroche; le hice espacio a mi vieja Pentax mecánica, a un puñal con brújula y agregué, al final, el bendito libro del viejo escritor peruano exitoso casi en la hora de su muerte, y me dormí ligero hasta que sonó la alarma, me lavé, desayuné al vuelo unos panes viejos con café y salí a una agencia de transportes de sugerente nombre que recorría toda la Carretera Central hasta Huancayo y, dentro de ella, orillaba Jauja: Apocalipsis.

Partimos poco antes de las siete de la mañana. A minutos del arranque, se detuvo el transporte y subió una pareja de ancianos que cargaban con esfuerzo una bolsa hecha de red de pesca llena de pollos vivos y alharaquientos. Era un día de semana y rápido dejamos atrás la capital e irrumpimos en su fresca sierra.

Pronto la ruta se hizo lenta y la altura que ganábamos logró que poco a poco me hundiera en un sueño raro, una duermevela que se resistía a ser y me dejaba de rato en rato mirar el fondo del abismo que ascendíamos en una espiral de pesadilla. El motor del ómnibus se esforzaba y cada tanto se hacía más audible y pronto estuvimos en medio de un hermoso paisaje nevado que pespunteaban cada trecho grupos de llamas y vicuñas y coloreaban lagunas aureoladas de neblina casi palpable.

Conocí, entonces, Ticlio y creí rozar el cielo. Poco después de sobrepasarlo, más allá del mediodía, se detuvo el carro a la hora del almuerzo. Era un tramo comercial de la ruta con numerosos puestos de comida casi a la intemperie. Estábamos a miles de metros sobre el nivel del mar, bajamos y cada quien fue adonde le pareció mejor o más económico. Yo, con la mochila a la espalda, corrí unas decenas de metros para perderme detrás de un montículo a descargar la vejiga y, cuando regresaba, sentí tibia la sangre caer de mis narices por el esfuerzo físico hecho a tamaña altura.

Más de media hora después reinició el viaje. No soy de viajar de noche, de tentar la muerte perdido en el sueño y por eso hago viajes diurnos. Ese a Huancayo debía acabar a las cinco de la tarde, más o menos. Atravesamos después de Ticlio un poblado sombrío, visiblemente hundido en el horror que da la falta de horizonte y en la condena de un futuro triste que se convertía más allá de las casas de sus confines en tierra seca nimbada con el color del óxido. Fue un tramo depresivo que casi hizo que me bajara y diera la vuelta.

Y quizá debí hacerlo. Vimos el caudaloso río Mantaro y no mucho después atravesamos Jauja, la de una consistencia decrépita y sucia y encharcada, plagada de comercios y de baches al paso que retrasaban nuestro avance. Fueron momentos que supieron a derrota y que me torturaron con el sentimiento de haber hecho un derroche, de haber cometido una estupidez enorme. Dejé de mirar expectante por la ventana y me refugié en mi asiento aterido.

Cada parada me entristecía más. Hasta que dejó el carro de parar y pareció entrar a una carretera por la que se rulaba suave y apaciblemente. Me asomé otra vez a la ventana y vi la tierra más hermosa que nunca había visto. Un sol que desplegaba su agonía con inusual brillo iluminaba una tierra de insólito color marrón. Vi a la vera de la pista sembríos que jamás me hubiera imaginado hermosos, vacas con campanitas en los cuellos y toretes retozones.

Es lo mejor que vi en ese viaje de ilusiones rotas. La ciudad de Huancayo fue otra decepción. Una mañana salí temprano del hotel a desayunar y caminé por callejuelas horrorosas. La imagen que más me duele es la de una calle empedrada que deja correr un riachuelo de sangre que parte de un matadero público de ovejas a cierta altura. Recuerdo las pintas de la pared del fondo que llamaba a una guerra total y las cabezas de las ovejas decapitadas puestas sangrantes sobre el empedrado.

(Jauja es provincia de la región de Junín en Perú. Todo el departamento estuvo durante años en Estado de Emergencia debido a la presencia de columnas de Sendero Luminoso.)

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