Uno siempre espera encontrar alguna
especie de magia al final del camino.
Jack Kerouac
Y aquel uno de septiembre, no importa el año, comenzó un viaje meditado al centro del miedo, del deseo, de la esperanza.
Iba ataviado con un pijama descolorido y andrajoso, fruto de los primeros años de su niñez. De pronto, como si el viaje en el tiempo ya hubiera comenzado, se encontró tumbado en una pequeña cama frente a una figura descomunal a sus ojos, con una voz de mando acompañada por un gesto duro. No hubo más, de un plumazo desapareció la pesadilla que tantas veces le había desvelado, para dejar paso a la nada. Cuarenta años de búsqueda, de ayuda, habían servido para enfrentarse al miedo, para superar aquella etapa.
A continuación, como si el viaje fuera improvisado y su mente lo dirigiera, apareció una casa frente a sus ojos. No era al azar, había sido su primer hogar. Solitaria, abandonada y, casi, destruida. No había melancolía, ni dolor, ni siquiera recuerdos.
Sin descanso en el camino, llegó la siguiente parada. Estaba en un pequeño parque, sentado en un banco cualquiera, la mirada ávida recorría el camino a un lado y al otro. Los continuos cambios de posición denotaban ansiedad. En aquel momento se
iluminó su rostro como ahora al recordar. Allí estaba. El temor desapareció al ver su
mirada, al escuchar sus palabras, al sentir el roce de sus labios.
No hubo tiempo para regocijarse en el momento, para revivirlo…, el viaje continuaba.
Y apareció aquella habitación gris y apagada, aquel ir y venir de médicos y enfermeras, aquella incertidumbre sin que nadie dijera nada. La mirada de temor, la puerta que no se abría, el… silencio. Un silencio roto por el llanto. ¡Por fin! Era un llanto deseado, buscado, anhelado. Así nació su pequeña flor. Se hizo esperar. Aún hoy, cuando la ausencia de noticias le quiebra el alma, recuerda aquellos momentos. Tiene su vida, lo sabe. Claro que la soledad, el no saber, son tan duros.
Y llegó al final del viaje. Lo supo en cuanto vio la escena. Sus ojos se llenaron de lágrimas, las que había contenido desde hacía diez años. Aquella mirada que le daba la vida, aquellos labios que le decían «te quiero» cada día, se fueron apagando lentamente, entre el dolor y la ensoñación. No se separó de su lado hasta que le miró, sonrió al cogerle una mano, y cerró sus ojos para siempre. Quería que la imagen se fuera tan rápido como las otras, pero no, continuaba ahí, inquebrantable, como su llanto. Entonces lo comprendió todo. No era el final del viaje, sino del camino. ¡Por fin se iba a reunir con ella!
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