Los rastros de ti se los llevó el viento de Copenhague y fueron reemplazados por un montón de cielos de colores y lluvias constantes. El vivir en esta ciudad te entrena en el arte de explorar tarjetas postales, darle la vuelta a los paisajes maravillosos y ver lo que hay escrito detrás; los cimientos escondidos de un edificio magnífico y el cableado desordenado que se conecta para crear el más bello circuito de luces.
Me convenzo cada día más de aquella conclusión a la que llegué hace algunos años: los lugares que visitamos se apoderan de nosotros y nos transforman irremediablemente. Para mí ha sido siempre difícil trazar un rumbo, la cartografía existencial me asfixia. Es por esto que en varias ocasiones me he encontrado haciendo algo que sin querer me ha llevado a vivir las más increíbles historias en los más recónditos lugares, y es que a veces yo camino en sentido contrario, es decir, no acercándome al lugar a donde voy (que dicho sea de paso, siempre resulta ser una imagen demasiado borrosa), sino alejándome de los lugares en los que no quiero estar.
Crecí en una ciudad de contradicciones y caos, un lugar que amo profundamente y que llevo en lo más hondo de mi ser a donde quiera que voy, una ciudad que vive y muere con la misma intensidad, construida a partir de una serie de sincretismos surrealistas que engendraron un gigante de concreto, vegetación y movimiento. Allí los cimientos están más expuestos y el cableado desordenado es evidente, pero que bello es, también permitir que el caos exista como elemento constitutivo de lo que somos.
Resulta extraño estar parada en este suelo extranjero adoquinado, teniendo de fondo el sonido del mar y un montón de construcciones bellas e imponentes por igual, no estoy acostumbrada a encontrar semejantes paisajes en medio de una ciudad. Se intercala la emoción de estar aquí con recuerdos de mi país y de mi vida, pronto aparece en mi cabeza un collage de experiencias y sentimientos, la agridulce sensación de extrañar lo amado y al mismo tiempo saborear el placer de alejarse de ello. Todos los afectos terminan siempre siendo tintados por la ambivalencia.
De pronto, la palabra ambivalencia evoca un recuerdo inmediato: tú.
Y ese tú es siempre conflictivo, una pregunta sin respuesta, o más bien, un cuestionamiento que se le hace a alguien sin ánimos para responder, una interrogante dirigida a la otra cara de la moneda del tú: yo. Yo y mis ganas de no darte más de lo que te he dado, de reconciliar mi enojo con mi cariño y de salir de la tormenta lo más intacta posible.
Las gotas de lluvia sobre mi cara interrumpen mi pensamiento y me obligan a dar media vuelta y volver. Ya en el departamento me coloco frente a la ventana con una copa de vino, son casi las 11 y apenas el cielo se empieza a oscurecer, la gente camina en las calles y se empiezan a escuchar en el edificio sonidos de llaves abriendo cerraduras, la marca inequívoca del final de otro día.
La vista desde la ventana y el arreglo minimalista y acogedor del departamento — tan típico de Dinamarca — me hacen sentir una profunda paz, que de inmediato me remite a ese concepto tan familiar para los daneses y tan fascinante para todos aquellos que tenemos el placer de toparnos alguna vez con su cultura: Hygge.
Un término intraducible que se refiere a algo acogedor, pero no en sentido físico, sino más interior. Es la sensación de estar rodeado de sentimientos, personas y situaciones que crean un aura de intimidad que resulta placentera. Los daneses organizan su vida alrededor de este concepto.
Resulta algo extraño, pero hasta cierto punto lógico, darse cuenta de cómo el lugar que nos rodea se introduce en nuestra mente, la cual inventa a cada momento topografías fantasiosas que nos construyen y nos habitan.
En mi propia topografía interna, Copenhague ocupa siempre un lugar especial, el lugar al que corro buscando Hygge cuando de pronto el caos de mi propia mente me obliga a tomar un descanso. Mi hyggelig interno sirve dos propósitos: consolarme y confrontarme, me llena de paz y luego me obliga a trazar un recorrido a lo largo de las decisiones que he tomado y las experiencias que he vivido. En ese recorrido, muchas veces me encuentro con puertas entreabiertas que a veces no sé cómo cerrar.
Este pensamiento me lleva a toparme con una puerta que hace algún tiempo dejé entreabierta, del otro lado te encuentras tú. Por primera vez desde hace tiempo, me asomo y me sorprendo al darme cuenta de que te veo y ya no dueles, te extraño pero ya no te quiero aquí, hay algo en donde antes estabas, ahora estoy yo, más grande y más fuerte, cansada de recorrer pasillos eternos de puertas abiertas, el mundo que construimos juntos ya no es más que una ruina y mis ganas de volver no son más que un recuerdo.
Salgo de mi pensamientos y volteo de nuevo a ver hacia la ventana, observo el cielo ya casi totalmente oscuro, pintado con colores de fuego. Veo hacia afuera, veo hacia adentro y me encuentro con lo mismo: un ocaso agonizante que perece de la manera más sublime, la muerte de algo magnífico transformada en un paisaje tan bello que eclipsa las ganas de mantenerlo con vida.
Apago la vela de la mesa y voy a la sala a acurrucarme en el pequeño sillón en el que me gusta leer. Suspiro y me doy cuenta de que hace mucho tiempo no me sentía tan en paz. Esto es hyggelig, tomarse el tiempo de ver la puesta de sol, leer ese libro que no habías tenido tiempo de leer, dejar ir a los otros para recuperarse a uno mismo. Hyggelig es Dinamarca.
(COPENHAGUE, DINAMARCA)
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