Para buscar el fin del mundo antes de que acabase, recorrimos más de nueve mil kilómetros, sobrevolamos la cadena montañosa más larga del mundo, la cordillera de los Andes, y aterrizamos en Ushuaia con nuestras maletas cargadas de preguntas y gran expectativa.
¿Cómo es la ciudad más austral del planeta? Un lugar pintoresco lleno de colorido, donde en sus alrededores existen árboles como lenga, ñire, coihue, nombres que no me decían nada de su esencia hasta que los vi y los escuché al pasar el viento entre sus hojas; donde existe la turba que parece musgo y que al pisarla tiene consistencia esponjosa y lleva miles de años acumulándose; donde existen unos simpáticos castores traídos de muy al norte que, por escasez de depredadores a su alrededor, les falta la adrenalina en sus cuerpos para rendir buenas pieles, se dispersan sin límites y roen la madera destruyendo los frágiles bosques para construir en los ríos diques casi perfectos.
El niño ushuaiense que observamos en la esquina de nuestro hotel, avenida Maipú y calle Augusto Lazerre, llevaba gorra y lentes oscuros. ¿Usará bloqueador solar como el que nos recomendaron para protegernos de los dañinos rayos que asoman a través del agujero de ozono? ¿Apreciará como yo esos sabores nuevos para mí de la merluza negra o de la centolla esparciéndose entre el paladar y la lengua antes de deslizarse a la garganta, o la suave consistencia, haciendo fiesta entre los dientes, de un cordero patagónico después de haberlo impregnado todo con su aroma al estar asándose? ¿Con qué soñará cuando ve al norte las cimas nevadas, los glaciares y el cerro cuya cumbre alcanzamos a conquistar al día siguiente? Desde esa cima admiramos el canal Beagle, hacia donde zarpamos más al sur de tan al sur que estábamos «con destino al Fin del Mundo» para explorar una de las regiones de la Tierra del Fuego, nombrada así por las fogatas de los indígenas que veían desde el mar los primeros navegantes europeos.
Ya embarcados, recordamos a Julio Verne, y el profesor Pierre Aronnax narrando que «el Nautilus navegaba rápidamente. Pronto dejó atrás el círculo polar y puso rumbo al cabo de Hornos», cuando nuestro capitán anunció que desembarcaríamos ahí, en esa isla sin árboles, en la que pastizales de color amarillento, zonas de turbales y un monumento nos darían la bienvenida:
Soy el albatros que te espera
en el final del mundo.
Soy el alma olvidada de los marinos muertos
que cruzaron el Cabo de Hornos.
[…]
Luego rodeamos el cabo y, aún sin haber conocido los violentos vientos, los «cuarenta bramadores», «cincuenta furiosos» o «sesenta aulladores», nos galardonaron con un diploma de «caphorniers». La hazaña seguía siendo una de las experiencias más emocionantes y peligrosas para los navegantes.
En Bahía Wulaia nos sentimos cerca de Darwin y los fueguinos que hacía ciento cincuenta años viajaron con él a Inglaterra, y después fueran testigos de una trágica matanza en ese bellísimo lugar. Nos preguntamos cómo, después de haber habitado esta tierra durante once mil años, hubieran desaparecido esos pobladores indígenas: los selknam, cazadores y recolectores; los kawésqar y yámanas, pescadores nómadas que vivían en los canales, y que a pesar del duro clima, apenas utilizaban ropa. El fuego y su especial adaptación metabólica los mantenía calientes, pero no los protegió de las enfermedades y la artera puntería de los conquistadores europeos.
Juguetonas toninas que se deslizaban a ras del agua, dando de repente algún salto; una docena de lobos marinos queriendo competir en velocidad con el barco salían del agua y se volvían a hundir; el espectáculo de los chorros de tres orcas que lucieron sus colas antes de desaparecer; todos parecían atraer nuestra atención queriendo decir que en esas heladas aguas hay aún mucha vida.
En el estrecho que descubrió Magallanes, por el que tiempo después navegaron bucaneros, desembarcamos en Isla Magdalena. Ahí nos esperaban miles de pingüinos. Hacia un lado de la vereda veíamos la colina tapizada con esas aves, hacia el otro, con su figura erguida, que nos parecían una multitud de «elegantes personitas», observaban el mar antes de zambullirse. ¿Cuántos veranos más se seguirán reuniendo ahí para procrear?
Una vez que volvimos a tierra firme continuamos, no obstante, rodeados de agua: fiordos, témpanos flotantes, lagos, arroyos, cascadas, glaciares.
De noche, la luna llena las iluminaba, de día, las Torres del Paine fueron el majestuoso escenario que acompañó nuestras caminatas hasta que conocimos a quien los mapuches llaman Meulén. Ese espíritu travieso en forma de viento parecía enojado; con su fuerza me dio un sacudón tirándome como marioneta sobre mis rodillas e impidió que llegáramos al lago de la base del macizo.
Observamos el vuelo gozoso de un cóndor solitario; los guanacos en pequeños grupos familiares nos recordaron a las llamas; al ñandú lo confundimos con avestruz; después, en la gigantesca cueva, buscamos al milodón y no supimos si ese oso gigante existió alguna vez.
Navegando por el Seno Última Esperanza conocimos algunos glaciares de cerca y nos preguntamos hasta cuándo seguirán vivos los que se derriten, los que retroceden, los de color triste. Luego nos maravillamos con los grandiosos Upsala y Spegazzini y con crampones caminamos emocionados sobre el Perito Moreno, imaginando debajo de nosotros cerca de doscientos metros de hielo, del que probamos festejando con un whisky, antes de admirarlo de frente: una colosal pared de setenta metros de altura y cinco kilómetros de ancho; sin embargo, solo veíamos un pequeño trozo de sus treinta kilómetros de largo.
Probamos la fruta de la leyenda tehuelche: «El que come Calafate, siempre vuelve por más». Así, partes de nosotros se fueron quedando en cada lugar, en cada paso que dimos, donde la tierra, el agua y el aire que respiramos nos parecían siempre nuevos. Y regresamos a casa con más interrogantes en el equipaje, con más energía en el alma y el espíritu, y con más puntos suspensivos que un punto final para ese mundo.
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