De nuevo en este país que me vio nacer. Tan lejano y tan cercano a la vez. Es la «Distancia” que canta Alberto Cortéz.
Antes de subir al avión en Guatemala, pasé unos días en la capital del país enredada en trámites y compras de última hora. La gran ciudad es ya un preludio de este viaje a España. Una tarde de domingo fui a un centro comercial de la zona donde viven las clases altas. Me admiré de los grandes espacios y los lujos inútiles, y la trampa de reconocer que todo es bonito. Esto, comparado con el mundo rural donde vivo ahora, ya es otro mundo.
Estoy en el aeropuerto y una llamada de Juana me pone en contacto con mi nueva familia indígena. Los niños se pasan el teléfono unos a otros para despedirse. “Que tenga buen viaje, tía”. Los mayores me transmiten saludos para mi familia de España: “aunque no les conocemos…”, este hermanamiento a través de fronteras y del espacio, es hermoso.
Después de un vuelo sin sobresaltos y el lento despertar entre anuncios de desayuno y luminosidad casi agresiva a través de las ventanillas que poco a poco se van abriendo, el avión aterriza majestuoso, como un gran pájaro que mostrara al mundo su potencia y solidez. Y antes de que se apague la luz que obliga a tener abrochados los cinturones de seguridad, ya se oyen los clics alrededor, mientras la gente se pone en pie presurosa disputándose el espacio para bajar los bultos de mano. Son las prisas de eso que llaman primer mundo.
En la terminal del aeropuerto, vuelvo a sentirme extraña en el mundo automatizado, pulcro y práctico, de metales y hormigón, y pasillos interiores sin fin.
Un cómodo autobús me lleva a mi primer destino, me relajo disfrutando del paisaje. El vehículo rueda silenciosamente por asfalto de autopista sin sobresaltos. Nada que ver con los microbuses y los caminos de terracería de la tierra de donde vengo. Campos amarillos de girasoles, rebaños blancos de ovejas, pinos verde oscuro de copa redonda y el cielo azul intenso del atardecer, se me cuelan en el alma apaciguando mi espíritu.
Nos vamos de viaje mi amiga Maite y yo en su furgoneta equipada para vivir en ruta. Es genial. Rodamos con la casa a cuestas por la costa norteña disfrutando de las pequeñas cosas: un baño de olas, un helado de limón, una plática amistosa, un bocadillo sentadas en la arena.
Mis ojos se empapan del mar que en estos últimos años apenas veo. El olor a sal, el rumor de las olas, el color siempre cambiante de las aguas profundas, son el escenario ideal para volver al pasado e imaginar jornadas de sal y de sol, jugando con mis hermanos a formar castillos de arena con sus almenas y torres que nos llevaban horas construir y que el mar destruía en un momento al subir la marea.
Es un hecho que la educación cívica está aquí más avanzada y las razones, además de educativas, son de posibilidades, acceso a la información, modos de vida etc. Aquí las basuras se reciclan, se separan por categorías y se utilizan las papeleras, se respetan las señales de tráfico, se ahorra la energía y el agua, aunque contradictoriamente se gaste mucha energía y mucha agua por el tipo de desarrollo al que se ha llegado. Pero en fin, hay más conciencia de las pequeñas cosas que puede hacer cada uno. Sin embargo, planteamientos mayores para cambiar la dinámica de la destrucción del planeta, se miran de medio lado y se hablan con la boca pequeña, en el fondo es el miedo a que el cambio de sistema afecte al bienestar personal al que se está acostumbrado.
Ya han pasado varios días en esta España nueva para mí después de veinticinco años de ausencia. Paso los últimos días Madrid después de un increíble viaje en uno de esos trenes de alta velocidad, una casi no se da cuenta de la rapidez con la que viaja por las condiciones de estabilidad de estos artefactos, pero cuando sabes que el tren a ratos pasa de los 200 kilómetros por hora, se siente vértigo. Qué diría mi abuela, que vivió en la época de los automóviles con manivela…
Mis sobrinos, que cuando me fui al nuevo mundo, eran niños o adolescentes, ahora son padres de familia, que recuerdan los domingos de su niñez cuando pasaban las tardes en la casa familiar revolviendo cajones y descubriendo juguetes de sus padres, mis hermanos.
Me voy. Es la hora del regreso y de las despedidas. La nostalgia del adiós la compensa la alegría del recuerdo. Mi padre, al que le gustaba mucho viajar, decía que los viajes tienen tres etapas igual de gratas, la preparación del viaje, el viaje en sí y el recuerdo del viaje.
Mirando el panel luminoso para buscar mi vuelo, descubro a cuatro españolas que van a hacer turismo a Guatemala, vamos juntas hasta la puerta de embarque. Pasillos sin fin, tiendas de dutty free, cintas rodantes, escaleras mecánicas y el tren subterráneo de alta velocidad, ese que advierte muy sabiamente que te agarres a las barras para no caerte. Y al fin llegamos a una puerta abarrotada de gente.
Mientras la espera en la cola, entre rostros ya de aquel otro mundo, se me ocurre que es el momento de preguntarme si estoy contenta con mi vida. Ese viajero que me mira con cara de aburrimiento, ni sospecha mis pensamientos profundos en un lugar tan anodino como la sala de embarque de un aeropuerto.
Aterrizo en mi país de ahora. Suelo mojado y brillo en las nubes. Y la sensación de volver a casa. Un señor amable me baja la maleta y aquel famoso dicho de mi tía Carmen se hace presente: “Siempre hay gente buena”. Y el caso es que es verdad.
OPINIONES Y COMENTARIOS