proyecto kupfunana.

proyecto kupfunana.

Las estrellas lucen
distintas en el hemisferio sur. En este lugar en medio de ninguna parte la
oscuridad es absoluta. Las construcciones de Sabié son de paja y adobe y
ninguna tiene electricidad, salvo las aledañas a la Misión del Santo
Antonio: “La barraca de la pobreza” –único bar, regentado por
Inacio, un negro alto y espigado que peina largas rastas, viste ropas anchas y
nos saluda con una blanca y reluciente sonrisa mientras nos deleita con ritmos
reggae locales- y la casa de la
maestra. Una solitaria torre de hierro lo atestigua, quebrando la monotonía de la sabana.

En la Misión vive y trabaja desde hace un par de años Jesús el Cura, quien
ha recibido con gran alegría nuestra visita.

A pesar de sus 64 años y de contar con un buen número de
canas que han ido poblando aquella cabellera espesa, negra y rizada que le recuerdo
allá por los 70 cuando llegó a mi pueblo donde no tardaron en colgarle la etiqueta de cura rojo. Ya no es aquel hombre joven cargado de
sueños, pero sigue creyendo que otro
mundo es posible y necesario y sigue transmitiendo con sus palabras la misma seguridad, el mismo ímpetu del que confía en lo
que hace y mostrando el firme convencimiento de que para alcanzar cualquier objetivo es imprescindible la colaboración de unos con otros. Eso precisamente significa Kupfunana –ayudarse
unos a otros- en idioma Xangana, el que utilizan los nativos y que Jesús domina
a la perfección.

Habla emocionado del nuevo proyecto, contagiando entusiasmo, con
esa voz grave y profunda de siempre, con esa manera didáctica de expresarse, de
comunicar, de hacernos entender, de atraparnos, de compartir. El proyecto trata
de construir una serie de consultorios allá donde no cuentan con ninguna atención médica
en millas a la redonda, donde un simple constipado se complica hasta acabar con la
vida. Allí un enfermero podrá suministrar un alivio básico para las pequeñas
dolencias, algo impensable en ciertos lugares dejados de la mano de Dios si no
te desplazas hasta el hospital más cercano, que a saber dónde está. Es un proyecto
poco ambicioso pero realista y sostenible, si se compara con otros que patrocinan algunas ONG, nos cuenta.
Grandes proyectos que una vez acabados quedan abandonados a su suerte.

La diferencia estriba que este no es un proyecto paternalista llevado a cabo por el hombre blanco, sino
un proyecto solidario en el que tiene que colaborar la población:
Kupfunana financia los materiales necesarios y la mano de obra especializada,
lo demás es asunto de la comunidad. Cuando la gente participa lo siente como suyo, algo propio que se encargaran de cuidar y sacar adelante. La
misma filosofía que hizo avanzar a mi pueblo en los setenta y que creó unos
vínculos de pertenencia entre los vecinos y el entorno.

Son las 17´30. Se cierne la noche sobre este convento situado en los
arrabales de Maputo, donde las hermanas nos han acogido con simpatía y amabilidad.

Sabié está a unos 90 km de la capital, tres horas de viaje por
carreteras precarias. Jesús no quiere que se nos haga de noche por el camino. El vuelo aterrizó en el aeropuerto sobre las 13´30. En un bar cercano disfrutamos
Irene y yo del primer menú africano mientras nos ponemos al día. Treinta años en la
distancia son demasiados. Casi ni os reconozco, exclama Jesús después de un cariñoso y
emocionante abrazo. Hemos dado una vuelta por los alrededores donde enjambres
de niños descalzos juegan con una pelota casera. Al caer el sol estos
barrios se quedan desiertos y son peligrosos.

La cena se sirve a eso de las
ocho. Jesús aprovecha para contarnos los entresijos del proyecto mientras
empalma un cigarrillo con otro: es el único vicio que conserva y que reconoce
no haber podido dejar.

Tras el refrigerio nos retiramos a descansar del largo
viaje, no sin antes embadurnarnos de repelente anti mosquitos, la fórmula más
eficaz para evitar al temible anofeles, transmisor de la malaria -mal endémico de África que no interesa a las farmacéuticas- que nuestro
anfitrión padece desde hace años: es como una gripe fuerte, nos confiesa.

Amanece.

La luz en África es distinta a la europea, sobre todo al amanecer y en el crepúsculo. Con ésta luz nueva y nítida recorremos las calles
principales de Maputo. Después de comer emprendemos la travesía hacía Sabié. A
los pocos kilómetros el asfalto
desaparece dejando paso a polvorientos caminos de tierra. Hemos tenido suerte,
nos dice Jesús: hace una semana pasó por aquí el presidente y arreglaron la
carretera. Los gobiernos africanos se distinguen poco de los europeos, solamente se
preocupan de la gente cuando se aproximan elecciones. Mozambique sufrió una
guerra civil durante dieciséis años. Las huellas de las balas se distinguen en varias
paredes de la Misión, testigos mudos de la sinrazón.

Las nueve. Medianoche en Sabié. Después de la cena me
escabullo para pensar en la oscuridad. Pienso en
las razones que me han arrastrado aquí. Pienso en una tarde aciaga, la última
del verano, cuando la muerte implacable vino a buscarte, mi niño. Pienso en lo que pude
hacer y no hice. En lo que pude decirte y no te dije. En el tiempo en que pude
estar y no estuve contigo. Pienso en la imposibilidad de evitar lo inevitable.
Respiro hondo y miro al cielo, a la Vía Láctea. Recuerdo entonces una frase de un libro de Arthur Clark: “Tras cada hombre viviente hay 30 fantasmas, pues tal es
la proporción numérica con que los muertos superan a los vivos. Desde el alba
de los tiempos aproximadamente 100.000.000 de hombres han transitado por el
planeta. Y en verdad es un número interesante, pues por pura coincidencia hay
aproximadamente las mismas estrellas en nuestro universo local, la Vía Láctea,
así por cada hombre que jamás ha vivido luce una estrella en este universo

Miro al cielo
intentando localizar la tuya, hijo de mi alma. Busco insistentemente las raíces del dolor. Aquí donde la vida humana no vale un duro, he comprendido que no los encontraré. Aunque la muerte, el sufrimiento y la miseria les golpeé una y otra vez, siguen sonriendo sin preguntarse porqué. Ayudarse unos a otros es lo único que pueden hacer. Y aceptar que la vida y la muerte van de la mano. Eso es lo único esencial de nuestra existencia.

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