Juan sacó la fuente de huevos, patatas fritas y chuletas a la mesa. Eduardo lo observaba mientras pensaba que su hermano podría haberse esforzado un poco y haber preparado algo más elaborado para recibirlo. Juan pensó que había quedado una cena muy apetecible, con patatas a lo pobre, con dos ajos y una cebolla, y que había rehogado con mucho aceite de oliva. Los huevos, con puntilla, como le gustaban a Eduardo, y las chuletas poco hechas por dentro y casi quemadas por fuera. Ana, la mujer de Juan, se sentó en medio de los dos, presidiendo la mesa rectangular del comedor. No estaba cómoda, hubiera preferido una mesa cuadrada que no la hubiera enmarcado de esa forma, pero sentarse al lado de Juan habría dejado en desventaja a Eduardo, y hacerlo al lado de Eduardo era sencillamente inoportuno. Juan sirvió vino a Ana, que admitió sólo un dedo, una generosa copa a Eduardo, y después él mismo se sirvió media copa.
– Y, ¿cómo van las cosas, Eduardo?, preguntó Juan. Él sabía, porque así lo había aprendido en un curso en el trabajo, que las preguntas abiertas permitían iniciar una conversación cómoda.
– Bien, con mucho trabajo. Viajando. La semana pasada en Francia y la que viene a Italia. La crisis no nos afecta.
– ¿Qué tal tú? -Preguntó Eduardo.
Él ya sabía la respuesta. Treinta años de bedel en un Ayuntamiento no podían presagiar grandes acontecimientos.
– Bien, como siempre. ¿Recuerdas a Luis, de Administración? Se ha jubilado.
Eduardo asentía con la cabeza, habiendo olvidado, no sólo al tal Luis, sino hasta la pregunta que le había hecho a su hermano por cortesía, o no sabía ni porqué. Ana estaba ausente. Cortaba las chuletas en minúsculas porciones, sin decidirse a comer. Ella sabía que esa era la única salida para todos. Miraba a Eduardo de reojo, en un gesto camuflado y aprendido hacía más de treinta años. Una vida de reojo consagrada a un amor de soslayo.
Juan masticaba metódica y automáticamente veinticinco veces cada bocado. Ana contaba, sin pretender hacerlo y desde su acostumbrado subconsciente, cuenta atrás, cada bocado. Veinticinco, veinticuatro, veintitrés….esperando llegar al cero, en un proceso que durante unos años resultó absolutamente tensional, y que con el paso del tiempo había conseguido que fuera relajante al convertirse en una especie de mantra.
Eduardo mojaba el pan en la yema, mezclándolo con una patata y disfrutando de la comida. Juan distribuía un poco de patata con algo de cebolla y un pedacito de chuleta en cada bocado, mojándose levemente la boca con el vino, en la duodécima masticación.
– Ha salido buen día hoy, ¿no? comentó Juan.
Ana interrumpió el comentario ofreciendo más vino, más pan y más chuletas a Eduardo. Éste sonrió asintiendo a todas las ofertas. Nadie respondió. A nadie le importaba. Juan se sintió satisfecho por haber acertado con la comida. Ana separaba la grasa de las chuletas y comía alguna pequeña porción de carne. Eduardo cogió la botella de vino y se sirvió una copa y rellenó el vaso de Ana. Después ofreció más vino a Juan, que con un gesto de su mano sobre la copa insinuó que ya tenía suficiente.
– ¿Sigues con tus colecciones?, preguntó Eduardo
– Claro. Luego te enseñaré una colección de chapas de cava que estoy haciendo. Es espectacular.
– Un espectáculo, seguro…comentó Eduardo con ironía, mirando a Ana.
Ana sonrió con timidez y sirvió otra copa de vino a Eduardo. Después, ella misma se rellenó la copa y comió patatas con chuletas. Juan se sintió feliz. Las dos personas más importantes de su vida estaban allí, disfrutando de su cocina y manteniendo una agradable conversación. Ana, empujada por el vino, comentó:
– Cuéntanos cosas de París, Eduardo.
Eduardo habló de Notredame, de la Torre Eiffel, de los Campos Elíseos…A Juan se le pasó por la cabeza llevar a Ana a ver París, pero lo desestimó, y no por falta de recursos, sino porque era un gasto superior al que admitía su conciencia. Esa conciencia que lo empequeñecía, porque no le permitía disfrutar sin sufrir.
Ana entrecerró los ojos y dibujó en su mente la ciudad que le contaba Eduardo, paseándola, deseándola. Sabiendo que, una vez más en su vida, los sueños eran su forma de disfrutar la vida. Se había acostumbrado a ello y ya no habría sabido vivir de otra manera. Era como podía ser. Eduardo bebía y enfatizada sus palabras mostrando un París que crecía y embellecía con cada sorbo de vino. Ana paseaba de su mano observando París a sus pies desde el Sacre Coeur, mirándolo fijamente a los ojos por primera vez. Juan se sumergía en el brillo de los ojos de Ana, bañándose en ellos y viviendo su sueño como sólo un auténtico enamorado puede hacerlo; sin hacerse preguntas. Eduardo, de pie, hablaba y gesticulaba, pasando del Arco del Triunfo a la Santa Capilla.
Cuando Juan se levanto a servir los postres se sintió totalmente pleno. Pleno de amor por ellos, por los dos. Hacía mucho tiempo que Eduardo se había ido de sus vidas, y sabía que esta vuelta era el aire fresco que necesitaba su matrimonio.
Sirvió el postre. Una maravillosa tarta elaborada por Ana con un ingrediente especial que cerraría el círculo en el momento adecuado, y que les llevaría a realizar un viaje real hasta otro lugar.
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