Después de tomar desayuno, Max buscó entre sus cosas: una camiseta limpia, calzoncillos y la escobilla de dientes. Luego se desplazó arrastrando las chanclas por el pasillo angosto en dirección a la ducha. A cada paso se asomaban rostros mustios, cansados, algunos dormidos con la boca abierta, otros roncando. Había incluso alguno que babeaba profusamente la camiseta del compañero de asiento.

Dos pasos antes de alcanzar la puerta del baño, la chica que viajaba en la primera fila se puso de pie y se adelantó. La puerta corredera del cuarto de baño se cerró antes sus ojos y oyó el clic del pestillo. Ahora tenía que matar el tiempo de alguna forma mientras esperaba su turno.

Continuó hacia el vestíbulo que unía el coche de pasajeros con el comedor. Miró por la ventanilla con la ingenua esperanza de encontrar algo nuevo en el paisaje. Cogió el móvil que llevaba en el bolsillo e hizo un par de fotos del Desierto de Nullarbor… ya que lo estaba cruzando sentía que debía tener pruebas de la odisea… al menos para recordarse a sí mismo de no volver a coger otro tren en Australia.

—Pasarse tres días en un tren ponderando el pasado, el presente y el futuro es para volver loco a cualquiera, ¿no? —oyó que alguien le decía por la espalda.

—Hasta ahora, una de las peores experiencias de mi viaje, sin lugar a dudas —murmuró con desgano sin quitar la vista de la persistente monotonía que se dibujaba fuera. Ni siquiera se volvió para mirar al pasajero que buscaba conversación.

Luego de unos minutos siguió su camino hasta el coche comedor. Allí vio que algunos jugaban a las cartas, mientras otros se enfrascaban en sus ordenadores –sin Internet- para evadir el panorama aburrido del tren y olvidar que aún había muchas horas de viaje por delante.

Se acercó a la barra y preguntó por las opciones para beber. Ya las sabía, y tampoco sentía deseos de beber algo pero, ¿qué más podía hacer? Necesitaba distraerse. Estaba insomne de tanto dormir, cansado de descansar. Ni el enorme librero que llevaba en su Kindle, ni los 200 gigas de películas que tenía en su disco duro le motivaban a salir de la abulia en la que se encontraba sumergido. Las ventanas no tenían barrotes pero se sentía como en una cárcel, una cárcel en la que se había encerrado voluntariamente.

El tren ya había parado en un puñado de pueblos que había a lo largo de la ruta, y nuevamente disminuía la velocidad, pero a través de la ventana no se avistaban rastros de asentamiento humano, animal o vegetal. Finalmente se detuvo. Se abrió la puerta y subió un chico de unos veintipocos al que parecía no importarle haber estado esperando el tren en la mitad de la nada con casi 40 grados de calor. Cuando el tren retomó la marcha, algunos pasajeros comentaron en voz baja acerca de una camioneta blanca que se alejaba y se perdía en el horizonte.

Max se apartó de la barra con las manos vacías y con la vista fija en el nuevo pasajero. Se moría de curiosidad por conocer su historia, tenía muchas preguntas que hacerle. Quería aprovechar las 10 horas de viaje restantes para averiguar quién era y qué hacía allí. Seguro que tenía una anécdota que valiese la pena contar, una mejor que la soporífera narración del recorrido de 4.352 kilómetros entre Sydney y Perth.

Lo siguió hasta su asiento, era el de al lado de la chica que aún seguía en la ducha. Ya no quería que la chica saliera del baño, sólo quería oír una buena historia.

FIN

AUSTRALIA, TREN ENTRE SYDNEY Y PERTH.

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