Mientras aterrizaban en el aeropuerto de Asuán, a las once de la noche, la voz del comandante les informaba que la temperatura exterior era de 46 grados centígrados. Nora, al igual que el resto del pasaje, pensó en lo que les esperaría en cuanto el avión se abriera. Naturalmente, no había finger para llegar a la terminal, y cuando la puerta se abrió, una bofetada de sofocante calor invadió el interior de la nave. Los minutos que transcurrieron entre la salida del avión y la llegada al edificio, se le hicieron eternos. Esperó convenientemente la llegada de la maleta y salió al exterior. Sólo tenía una nota escrita, en un pequeño trozo de papel cuadriculado, con una dirección y el nombre de un hotel. Una pequeña fila de taxis, junto con un par de viejos autocares esperaban a los turistas. Nora no era una turista más, su admiración por Agatha Chirstie le había llevado hasta allí. Había vendido una pequeña tierra que tenía en su pueblo de Ávila y, con lo que le habían dado, había pedido tres meses de permiso sin sueldo en el ministerio, y había decidido irse hasta allí, a dedicarse a lo que era su mayor deseo en la vida, viajar y escribir.
De frente, el color rojizo del Hotel Old Cataract se reveló a través de las ventanillas del taxi, excelentemente bien iluminado. Pagó al taxista y cargando su voluminosa maleta, se dirigió hacia las escaleras de acceso al hotel, no sin antes dirigir una mirada a la Isla Elefantina, justo detrás de ella, testigo del culto a Khnum, dios de la catarata y las inundaciones. Había elegido el hotel, conocedora de las múltiples leyendas que le rodeaban, todas ellas por su magnífico emplazamiento entre el valle del Nilo y el desierto nubio. A Nora le hubiera gustado ser una de las curiosas viajeras que allí se dirigieron, durante la segunda mitad del siglo XIX, que compartieron su estancia con grandes personajes como el Zar Nicolás de Rusia, Winston Churchill o Howard Carter, sumergirse en la magia del Nilo desde ese magnífico palacio victoriano que era el hotel, y escribir. Con catorce años, había leído Muerte en el Nilo y allí comenzó su admiración por el país y, por supuesto, por Agatha Christie.
Emocionada, no había dormido en toda la noche, levantándose de la cama constantemente para mirar por la ventana hacia la Isla Elefantina. Al amanecer, había salido al balcón para contemplar la vista, con el mausoleo del Aga Khan en la orilla occidental. Bajó a desayunar a la preciosa terraza victoriana, al borde del Nilo. Las aguas del Nilo azul, surcadas de multitud de falucas con sus velas blancas, devolvían múltiples reflejos dorados por la luz del sol. Al otro lado, el comienzo del desierto nubio dejaba adivinar lo que había detrás. El calor ya apretaba y salió del hotel totalmente vestida de blanco. Se dirigió a una especie de muelle cercano, en el que había dos pequeñas falucas, gobernadas por niños de no más de catorce años. En su inglés, preguntó que quien podría llevarla al poblado nubio, a donde había decidido dirigirse aquella mañana. Subió a una de ellas, se sentó en el lado izquierdo y empezaron a navegar. La faluca tenía un pequeño motor, que el niño encendió porque no había nada de aire. Miraba a ambos lados, disfrutando del paisaje, de la tranquilidad de las aguas, en este lugar nada contaminadas, sólo a veces interrumpida por comentarios del conductor sobre España y los equipos de fútbol. Otros niños nadando, se acercaban al barco pidiendo alguna moneda y cantando canciones.
Tras algo más de una hora de viaje, bajó del barco y se dirigió al poblado, mientras era asaltada por una avalancha de simpáticos niños. Rápidamente captó lo colorido de las viviendas, con sus persianas pintadas y bajadas por el calor. Los nubios, encantadores y hospitalarios, más oscuros de piel que el resto de los egipcios, eran guapos, con labios finos y ojos azulados. Los colores, sabores y olores del poblado se entremezclaban con el extremo calor reinante. Las mujeres eran amables, orgullosas y elegantes, vistiendo ropas de telas de colores vivos, probablemente confeccionadas por ellas mismas. El poblado, con construcciones totalmente distintas a las del resto de Egipto, camellos vagando solitarios por las calles, niños corriendo entre la gente, dejaba traslucir que se trataba de un lugar que ha respetado y continuado con las tradiciones de su pueblo. Le sorprendía su felicidad, parecían todos contentos, a pesar de su aislamiento del resto del mundo.
Un trepidante sonido le asustó. Insistía y le hizo sentir incomodidad. Abrió los ojos y estaba en su cama, en su habitación, como cada día. Estaba soñando, recordaba perfectamente todo como si lo hubiera vivido de verdad, no parecía un sueño, estaba segura de que no lo era, en realidad había viajado a Egipto, como tantas y tantas veces lo había hecho con el pensamiento. La decepción volvió a invadir su sentir. Algún día haría ese viaje. Se dirigió a la ducha a empezar un nuevo día.
EGIPTO – ASSUÁN – ISLA ELEFANTINA
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