El viaje de ida desde Buenos Aires había sido cansador. Ni bien bajé del avión en Ben Gurion me sorprendí de ver cardos enormes y erizados dibujados en las puertas, o versiones extendidas que se multiplicaban en los corredores. Con el tiempo descubrí que representan la resistencia del pueblo hebreo. Pero una visión retrospectiva les dio un nuevo significado: los cardos me recuerdan esas dos semanas anclado en Tel Aviv sin lograr resultados. Mi persuasión -esa capacidad de perforar levemente la muralla del otro- no logró hacer mella en el equipo que tenía a cargo.
Esos días los programadores me enseñaron el manual de excusas posibles: bodas, vacaciones, enfermedades, hobbies. Uno de ellos adujo que no podía dejar su curso de clown. Yo contemplaba la muerte del proyecto en la soledad de la oficina. La máquina roja del café hacía ruidos extraños, a tono con mi desconcierto. Al final de la primera semana, Natan -director regional, cabrón en varias lenguas- se negó a admitir la falta de colaboración de los programadores.
-Ignacio, Ud. es el responsable y debe quedarse una semana más aquí.
-Pero Natan, en tres días es mi cumpleaños. Debo volver con mi familia.
-Hay un compromiso con los clientes. ¡Imagínese, hay un presupuesto asignado!
La máquina de café simpatizaba con mi causa. En medio de la discusión emitía las tres notas iniciales de «Love me do» en su pitido de preparación cafetera, un pequeño milagro setentista en la aridez del desierto. Natan ganó la pulseada y pasé mi cumpleaños completamente solo en un piso alto del Crown Hotel mientras saludaba a mi familia por Skype y miraba por el ventanal la autopista y las palmeras. Pero todo termina, se pudo avanzar, y una semana después estaba en la misma oficina, ya listo con mi equipaje, despidiéndome en soledad de la máquina de café: nadie más reconocería aquella secreta coincidencia musical.
Al decirnos adiós Natan me sugirió, tal vez con culpa, que llegara a Ben Gurion con mucha anticipación. Dibujé un cardo en el pizarrón de la sala de reuniones y me fui temprano. Al llegar vi una fila larguísima de pasajeros que asomaba por las puertas del aeropuerto, y me dispuse a esperar.
Todo comienza a suceder más lento, como si ya gozara de un jet-lag en reversa, sintiéndome cansado antes de subir al avión. A ambos lados de la fila hay guardias de seguridad que esperan con unos palitos celestes en alto y ordenan abrir los equipajes. Los pasajeros aceptan el ritual con una sonrisa renuente y plural, se codean entre ellos, parecen avisados de algo.
Los guardias mueven apenas sus palitos rastreadores; parecen bendecir la procesión de ropas y enseres. Llega mi turno y una de las mujeres de azul -una Barbra Streisand desmejorada- se asoma al inventario inanimado de mi pequeña vida viajera. Se afana entre mis cosas, su mirada perdida en el minucioso rastrillar, feliz ella con su palito celeste, buscando químicos, almas, vida, pensamientos –espero que no tanto-. Miro el reloj, ya pasó media hora.
– Ready?
– Not yet.
La impaciencia detona en mi memoria el recuerdo de algún artículo sobre detección de explosivos. Le pregunto a la Streisand si los palitos detectan Nitrógeno. Mala idea: la escena se congela, hay un intercambio de voces y acude una Rastrilladora Experta. Al costado pasan unas sombras veloces: son rabinos de negro, la cabezas gachas en sus libritos, fluyen por controles casi inexistentes. Me miran y sonríen, ojos pequeños replegados bajo lentes y sombreros de ala ancha. ¿Hay jactancia en sus miradas? Pues soy el extraño, el que no viste de negro, el que hace chistes inconvenientes.
Rastrilladora Experta mueve sus palitos con frenesí. Un momento, mi cámara de fotos tiene una extraña cinta plástica que sujeta la batería. Se le tensa la cara, el alma propulsada contra el rostro a gran velocidad, ojos de alarma perpetua. Le toca a ella ser curiosa y pregunta, por qué ese arreglo, no es mejor una cámara nueva? Not enough money, le contesto con reticencia. Hace una mueca, presiona la batería, enciende la cámara y saca una foto. El flash sorprende a los rabinos, que me miran con disgusto, pero al menos ya no parezco tan culpable. Al recuperar la cámara, pienso en sacar una foto de los Palitos Rastreadores, pero me arrepiento a tiempo. Streisand y la Experta llevan armas apenas visibles bajo sus chalecos azules.
Hay una tregua. Los guardias se miran entre sí, vacilan y me dejan pasar. La valija apenas cierra -un caos se ha desatado en su interior-, pero corro a Migraciones y llego por fin a la cúpula facetada de Ben Gurion. Bajo ella, como si fuera una nueva nueva rosa de los vientos, se abren ocho caminos hacia otras tantas puertas donde aguardan los aviones. Solo nos detienen en la huida los free-shops, adonde se arraciman los rabinos, sus bucles en tirabuzón apuntando a perfumes y relojes. Esgrimen con potencia sus tarjetas de crédito contra los terminales, salen chispas, florece ahora en ellos la verdadera religión universal.
Todos los milagros necesitan espectadores. Me demoro mirando el grupo con la tranquilidad de que el vuelo de regreso es una realidad. Con el celular saco una foto de los rabinos y se la envío a Natan. «Ben Gurion, Mon Amour» escribo en el asunto del correo. Me responde una obviedad: por supuesto, no captó la ironía. Jamás me entenderá, me digo, y poco a poco voy asumiendo que esta es mi última vez en Tel Aviv. Acomodo mi equipaje y empiezo a caminar hacia la zona de embarque. Tal vez tenga tiempo de tomar algo antes de volver a casa.
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