Setenta y cinco años después, me asalta el recuerdo de aquel viaje.
Va a amanecer. Congelados, vamos por una vereda en fila india. Al frente va mi madre con mi hermana María de las Nieves en brazos y mi hermano mayor Próspero; después José y yo; por último, nos sigue mi padre, con un fusil a la espalda, arreando una vieja mula. —Tenemos que largarnos del pueblo ahora mismo—le dijo mi padre a mamá, quien de prisa cogió lo que tenía a mano y salimos sin pedir explicaciones—. Ya sabíamos que eso pasaría y esperábamos sólo ese momento en que nos quedaríamos sin tierras y a la buena de dios. El poblado más próximo está cerca y ya casi llegamos, ahí nos ayudarán mis tíos y pasado mañana ya estaremos en la capital. Abandonar el pueblo no es lo peor que nos podía haber sucedido porque, en realidad, el haber sobrevivido a la Revolución mexicana y al caciquismo ya es gran cosa. A pesar del frío y el peligro de las fieras voraces, serpientes y todo tipo de alimañas, me mantienen en pie la esperanza y los buenos recuerdos. No sé si volveré alguna vez a ver a mis amigos del pueblo, lo único que deseo es que no le pase nada a mi familia. Mi padre recibió un balazo en la espalda cerca de una vértebra. Nada grave—dijo con naturalidad y no pusimos en marcha. Lo miramos de reojo y seguimos el sonido de las piedrecitas aplastadas para saber si si viene detrás. Tiene la cara rígida, el gesto torcido, se nota su odio ante la injusticia, está cansado, pero continúa con determinación. No es cobarde y, sabe bien, que si se hubiera enfrentado a sus enemigos ya estaríamos todos bajo tierra. —Las revoluciones son un mal necesario—nos repetía siempre que había cambios—, tal vez, sea para mejorar, aunque nosotros tengamos que quedarnos en la calle sin cobijo. ¡Aguanten! ¡Ya verán que nos irá mejor! Ya lo saben:
“No hay mal que dure cien años…”
Así fue. Llegamos a la ciudad y mi padre se ofreció de portero en un gran edificio en el que nos dieron un pequeño cuarto para que no anduviéramos como gatos callejeros. Mi madre no soportó su enfermedad y nos quedamos huérfanos. Mal que bien, terminamos nuestras carreras y pudimos independizarnos. Mi padre era muy radical en sus decisiones y me ordenó que estudiara derecho, a mi hermano le impuso la medicina. Próspero se fue de la casa porque no soportó las imposiciones y la presión dictatorial en el seno familiar. El único que terminó los estudios gracias a un golpe de suerte fui yo. Conocí a una mujer diez años mayor que yo, me llevó a su casa y me dio tres hijos muy pronto. Mi situación económica mejoró considerablemente, pero mis relaciones conyugales fueron un infierno desde el primer año. Los celos, la violencia, los rencores de mi esposa y el exitoso trabajo que conseguí después, me orillaron al divorcio.
En mi último año de estudios conocí a un importante abogado que me llevó a su despacho como pasante. Me enseñó todos los secretos de la jurisprudencia y luego me recomendó para el puesto de jefe del departamento jurídico en un banco importante. Mi vida dio un vertiginoso giro. A los treinta años ya tenía a mi cargo toda una institución financiera; me relacioné con la crema y nata de la sociedad; participé en la urbanización del país; vi el crecimiento del negocio inmobiliario; y compartí con mis jefes la alegría de ver a mi país en plena expansión y desarrollo. Me guié por la honestidad toda la vida, nunca olvidé que por la injusticia había perdido mi casa en el pueblo, así que ayudé a quien pude y nunca le negué un mendrugo a quien me lo pidió. Le inculqué a todos mis hijos los principios de la ética, el patriotismo y la moral. Los formé a todos lo mejor que pude.
Nadie sabe nada de mis sentimientos y sólo ahora pienso revelar lo que se oculta detrás de mi imagen de abogado responsable, estricto e imparcial. Nunca mostré mi debilidad ante nadie, fui muy criticado por exigir siempre el cumplimiento del deber. Hice muchos enemigos por culpa de mi obsesión por la justicia, pero no me arrepiento. No cedí ante las propuestas de un gobierno corrupto, ni ante la exigencia de ser el abogado personal de un delincuente. Estuve a punto de ser asesinado en varias ocasiones y me salvé por gracia de dios. Amé con pasión. Tuve concubinas y amantes, me entregué a ellas en cuerpo y alma. No fui el mejor amante ni el mejor hombre para ellas, pero cumplí y acepté mis derrotas a tiempo. Luché contra las adversidades: mi renuncia al banco, mi artritis y la diabetes. Luché sin tregua, pero este largo camino mermó mi cuerpo, mas no mi espíritu.
Desaparecieron mis amigos. Al final, me ha tocado a mí marcharme también. Ahora sé para qué perduró ese recuerdo del día en que salí del pueblo. Siento esa noche oscura y fría. Reaparece mi padre con su manta rala, aplasta los guijarros con sus gastadas botas. Mi madre, resignada, camina escondida bajo su rebozo, brillan sus mejillas color cobre y su pelo negrísimo, mis hermanos no tiemblan ni les cascabelean los dientes y sonríen al verme de nuevo. Me abrazan, reímos y lloramos, es por la felicidad del reencuentro. Oímos el cántico nocturno de las cigarras. El olor del ocote y un comal nos alientan, el café con aroma de canela nos reconforta, la canción del viento suave es el mejor aliciente y la satisfacción de haber vivido nos hincha el pecho de orgullo. Sólo hay miradas de ojos negros, sonrisas de blancos dientes y mi alma se llena de gozo. Sonrío por haber disfrutado de todo lo que tuve. Empiezo a volar y dejo este mundo para ir al encuentro de la paz.
Foto: San Juan Teposcolula, Oaxaca, México.
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