Fue a inicios de los noventa. Tenía veintipoco. Quinto año de facultad. Una carrera casi brillante, con apenas dos exámenes perdidos y por poco. Daba para terminarla rápido. Pero prefería empezar a hacer calle, tener algo de cancha, no seguir siendo un eterno tiernito que solo sirve para estar enterrado entre libros. Además, al mismo tiempo, estudiaba el profesorado de idioma. ¿Por las dudas, si no conseguía trabajo en mi carrera…? Quién diría que ese profesorado sería, justamente, mi pasaporte al mundo del trabajo. Y no, precisamente, de la docencia.

Después de aprobar aquel examen tan largo como fastidioso, me puse por delante un objetivo: conseguir un trabajo, sí o sí, en lo mío. Elaboré mi hoja de vida, lo más larga que pude, que llenase el ojo. Pedí cartas de recomendación a mis docentes. Salí a recorrer oficinas e instituciones en las que hubiese oportunidades abiertas para jóvenes. No me callé; hice de mi búsqueda de trabajo, mi mensaje repartido a los cuatro vientos. No me quedé quieto; recorrí todo lo que encontré abierto. Además, abrí bien mis oídos, hasta donde menos lo pensé.

En una conversación de pasillo, me enteré de un ofrecimiento concreto, en boca de compañeros. Un profesor de facultad que trabajaba en un estudio y buscaba un ayudante. «Demasiadas horas». «Pagan poco». «Muy cansador». «Quiero adelantar en la carrera». Así eran las razones que esgrimían esos compañeros para no aceptar ese puesto. Me disculpé, les pregunté si yo molestaba ofreciéndome, me dijeron que con gusto me ponían en contacto.

Así, tuve mi primera entrevista de trabajo. Gracias a que me colé en una conversación ajena. Me citaron una tarde en ese estudio con aspecto de importante. El profesor de facultad y uno de los socios principales me interrogaron brevemente. Yo respondí todo sin problemas. Al final, hice una acotación: si una vez a la semana podría entrar más tarde, porque estaba terminando mis clases en el curso de profesorado de idioma. No sería problema.

A la semana, entraba a trabajar. ¡Lo había logrado! El puesto era mío. Mi primer trabajo, justo en la carrera que había estudiado. Debidamente aleccionado por mis padres, procedí con corrección, mesura, cautela. Igual, no pude evitar hacer alguna pregunta de más, al contestar una llamada telefónica. Sí, efectivamente, era un potencial cliente del estudio, para más señas, hermano de un archifamoso productor musical. ¡Y lo tenía que atender! Yo, que recién empezaba. No tenía ni idea de cómo tratarlo. Ni siquiera sabía cómo enviarle un fax, esa novedosa maravilla tecnológica que aceleraba las comunicaciones.

Como quien va a una guerra con un tenedor, tomé una libreta de apuntes, lápiz, goma y regla, y me dispuse a recibir a ese cliente tan fastidioso como impertinente. Muchos consejos recorrieron mi mente, como buscando ánimo. «Pagar derecho de piso», «el cliente siempre tiene la razón», «no hablar mal de nadie». Mientras los improperios proferidos por ese individuo rebotaban en mis oídos, yo hacía algunas preguntas. Que él respondía cada vez con menos paciencia. Pero no me dejé amedrentar.

Cuál no sería mi sorpresa, cuando entró uno de los socios del estudio, sí, el mismo que me había entrevistado, y saludó al cliente de manera muy efusiva, con un abrazo. Los dos conversaron de manera muy animada, haciendo chistes y riéndose con desparpajo. «Qué buen domador de leones que se consiguieron», dijo el cliente, refiriéndose a mí. «Es bien para hacerse cargo de tus temas», respondió mi jefe.

Tiempo después, me enteré de la verdadera historia detrás de mi contratación. Ese cliente era tan insoportable como imprescindible. Los socios hablaban con él apenas lo necesario. Alguien más tenía que aguantarle sus caprichos, sus malos modos y sus cambios de ánimo. Y ¿quién mejor que un pichón pacienzudo? Sí; porque solo alguien muy paciente podía estar estudiando una carrera tan larga y, además, un profesorado de idioma, todo junto. Y yo les inspiré una sobreabundancia de paciencia. Al parecer, no los defraudé.

Dicen que la paciencia es la madre de las virtudes. Dios me bendijo con paciencia. La vida, con oportunidades. Menos mal que no desperdicié la primera que se me presentó. Si no, hoy sería uno más de esos titulados sin trabajo, un inútil sin experiencia.

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