La camioneta se detiene. Está a unos 30 metros de mi casa. Realmente no es una casa pero es donde vivo. Intercambio unas palabas corteses con Andrés, sobre la música que suena en la radio o sobre algo que pasó durante el día. Me despido con un ‘hasta mañana, que descanses’ y al bajarme de su camioneta pienso en que es muy probable que nos veamos más tarde esa noche. Camino a mi casa. Realmente no vivo allí, sólo me asignaron este cuarto temporalmente. Abro la puerta sonriendo, entro y me desvisto totalmente.
Todos los días son iguales. Me quito el uniforme que llevo puesto desde hace casi 13 horas y me visto rápidamente con ropa deportiva. Espero un par de golpecitos en la puerta para salir. Sandra me espera con una mirada de resignación, parece concentrada en su teléfono y en los números que le muestra. Dice estar entusiasmada por su creciente disciplina para el ejercicio. Durante la siguiente hora, corremos entre cercos de alambre, hablamos poco pero me siento acompañada. Y aunque atravesamos varias puertas de seguridad, el sentimiento de estar atrapadas continúa.
En la noche, ceno en el restaurante con los colegas. En el bar, tomo una que otra cerveza con los colegas. Los mismos colegas, siempre. Todos estamos entre las mismas rejas de alambre. Vuelvo a mi cuarto y ya entre sabanas, llamo a mi casa. Esa si mi verdadera casa. Ese si el lugar donde los tres corazones que más quiero y que más me quieren, laten con fuerza cuando llamo. Antes de dejarlos por esta aventura, no sabía cuánto alimentaban mi alma sus besos, sus miradas y la cercanía de sus cuerpos. Ahora si lo sé, lo aprendí entre lágrimas y sollozos silenciosos, a diario.
Todos los días son iguales. Alegría en el teléfono y profunda tristeza después por saberlos lejos. Pocas horas de sueño y la rueda empezaba a girar otra vez. La mezquita me levanta a las cuatro de la mañana, aunque pasaron semanas antes de que entendiera que eran sus cánticos los que me despertaban. Todos los días el mismo uniforme color rojo ladrillo, botas de seguridad y muchos pases de ingreso para pasar por las diferentes puertas. Al llegar, unas palabras como un autómata con Andrés y Henry y un café. Un café muy grande. La única manera de sentirme yo misma. Sólo con café podía enfrentarme al día.
Todos los días son iguales. Me levanto pensando en mi esposo y me acuesto pensando en mis hijos. Cuento en un calendario cuántos días llevo en esta maratón de trabajo incansable y cuántos quedan antes de apretar los pequeños cuerpecitos… Todos los días son iguales y hago lo posible para que no lo sean. Planeo un paseo al pueblo cercano, una excursión a la playa, busco una conversación interesante. Todos los días son iguales aunque el cansancio se siente con el paso de las semanas y la monotonía de hacer siempre lo mismo. Y la soledad se vuelve aún más paradójica. Porque nunca estoy sola. Pero eso no evita la soledad.
La camioneta se detiene de nuevo, como todos los días. Está a unos 30 metros de mi casa. Esa que no es realmente mi casa, pero que es donde vivo. Hablo con Andrés, esta vez no me quiero ir. He pasado 59 días viviendo y trabajando en el desierto. Rodeada de cercas de alambre y puertas de seguridad. Usando el mismo uniforme que miles y miles de personas a mi alrededor, todos los días. Conociendo gente a la que probablemente nunca volveré a ver. Parece difícil, pero no lo fue. La realidad es que disfrute cada uno de esos 59 días. Mi vida será la misma que antes al volver. Mis hijos no recordarán estos días. Mi esposo los olvidará pronto. Pero mi corazón se estremecerá siempre en adelante al pensar en éste desierto. Me despido con un ‘estemos en contacto’, solo que se que no va a suceder. Camino a mi casa. Realmente no es mi casa, pero allí he vivido todos mis días en el desierto. Todos ellos han sido iguales. Abro la puerta sonriendo, entro y me preparo para irme. La realidad me espera.
OPINIONES Y COMENTARIOS
comments powered by Disqus