Todavía no habrán limpiado la sangre de Celes, y el jefe ya le ha encontrado sustituto. Me ha visto hace un rato, pero ha preferido darle la noticia a mamá, que luego me ha llamado muy contenta. Y eso es lo extraño: que estaba contenta. Ayer no le quise decir nada del accidente para no preocuparla, y ahora que lo sabe, ¿le da igual? ¿Le habrá contado el jefe también que Celes me hacía la vida imposible? Y pensar que mi contrato se acababa el viernes, que sólo me faltaban dos madrugones para no aparecer más por aquí.

Me cuesta creer que mamá estuviera tan pancha. Ni siquiera me ha prevenido: hijo mío, lleva mucho cuidado. Estaba encantada. Como el día que me consiguió el trabajo. ¿Te acuerdas de mi primo Salvador? Pues quiere verte mañana a las ocho. Ya le he dicho que has acabado la carrera, pero tú recuérdaselo. Canturreando a la Piquer me arregló este odioso disfraz de mecánico y le sacó brillo a las botas de seguridad. Unas botas que, como me temía, presagiaban que todo pesaba demasiado en Perfiles López: demasiado para mi grado en Comunicación Audiovisual. Y no ayudaban ni el aceite con que untan el hierro para que no se oxide ni ese heavy trasnochado y calvo que amenazaba con hacerme un hombre. Menos mal que sólo serán tres meses, pensaba yo, y con el dinero me compraré unos DVD. Anoche, que no pude pegar ojo, me vi dos temporadas completas de Un Hombre En Casa. No habría estado mal que cada día en Perfiles López hubiese sido un capítulo de estreno en el que Celes siempre se llevara un chasco entre risas y aplausos.

Pero en cuanto el jefe no miraba, Celes hacía lo que le daba la gana. Como mandarme que bajara las chapas, aunque se lo habían encargado a él. Era la hora de comer, es cierto, pero qué le costaba hacerlo. Nada le habría impedido luego sentarse al otro lado de la mesa para preguntarme con la boca llena: ¿No comes, señorita? Y yo habría esperado a que se fuera a tomar café para abrir mi tartera con recelo por si me volvía a encontrar un murciélago dentro. Y ahí habría quedado la cosa, un día más, pero sobre todo un día menos hasta el viernes. Y de verdad que no me importaba que me dijera que no soy un hombre. Quizá llevara razón. Quizá un hombre no hubiera dudado entre la braga, que era corta, y ese pulpo tan largo. No había forma de enganchar las chapas. Celes, por favor, ayúdame. Pero ni caso.

Tampoco me han devuelto los buenos días esta mañana en el autobús. Después, me ha costado convencerme de que ya no hacía falta caminar deprisa ni alerta para llegar cuanto antes al almacén. Celes también venía pronto, pero paraba primero en el bar porque decía que no era persona hasta que no se metía un café. Una vez lo vi pasar con esa moto insoportable, lo saludé y tuve que correr para que no me llenara las piernas de cardenales. Cuando el jefe me vio entrar tan temprano y con tanta prisa, debió pensar que soy idiota. Sólo él llega antes que yo. Para ser primo de mi madre, no habla mucho conmigo. Yo creo que me contrató por puro compromiso. Esos veinte minutos hasta que los demás empiezan a aparecer siempre se me han hecho eternos. Aunque hoy ha sido distinto porque la puerta parecía abierta a media asta y el jefe hablaba con unos policías en la calle. Qué haces aquí. Me he encogido de hombros. Estos señores tardarán un par de días; anda, hijo, vete a casa.

Entonces, ¿no tengo que volver?, me he preguntado de camino a la parada de autobús. ¿Ya está? ¿Ya puedo olvidar que a Celes no le gustó la bronca del jefe delante de todo el mundo porque las chapas no estaban listas?, ¿qué por eso agarró el puente de grúa con rabia y se fue a por ellas maldiciendo entre dientes?, ¿que quise ir tras él, pero su mirada me clavó las botas al suelo?, ¿que no me dejó decirle que el pulpo estaba mal enganchado?, ¿que las chapas, más que hacer ruido, silbaron?, ¿que me aflojó las rodillas ver cómo el jefe se llevaba las manos a la cabeza?, ¿que me gritaron ¡quédate ahí!?, ¿que uno vomitó?, ¿que a pesar de todo vi a Celes sentado en el suelo?, ¿que las chapas le tapaban las piernas y le apretaban la barriga hasta lo imposible?

No sé quién me sentó en el bordillo de la acera, pero allí me quedé toda la tarde. Primero llegó la policía, luego la ambulancia y después más y más policía. También apareció una mujer a la que abrieron la puerta del coche. Es la jueza, murmuraron. No estuvo mucho tiempo dentro y, cuando se marchó, la gente se apartó para que pudiera entrar una furgoneta negra. ¿Oye, qué ha pasado?, me preguntaban. Llevaos a este, ordenó mi jefe, y me dejaron en la puerta de casa. ¡Uy, qué cara traes! ¿Ya me has cogido otro virus? Mejor te acuestas, que mañana tienes que trabajar, sentenció mamá. Y como hoy no me he hecho el remolón, me ha besado en la frente al darme la tartera. Cómo podía estar tan contenta cuando me ha llamado. Acababa de hablar con su primo: que le había gustado verme llegar a la hora de siempre, que entendía que no me encontrara bien, que por eso me daba permiso hasta el viernes, pero que el lunes me quería allí a las ocho como un reloj. ¡Ay, Luis Candelas, conque no te iban a renovar el contrato!, me ha regañado. No me quieras tanto, le debería haber dicho, que las chapas partieron a Celes en dos.

Fin

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