Una repentina oscuridad cubrió por completo la pantalla del ordenador y el resto del despacho. Andrés había estado ultimando el informe que el departamento de recursos humanos de la empresa remitía, cada otoño, a la alta dirección. Se cumplía la fecha límite el lunes y ningún año había agotado el plazo. Sin embargo, esa vez tenía más mérito, pensó mientras miraba el par de muletas que estaban apoyadas en su mesa. Volvió a apretar el botón del portátil varias veces hasta que se encendió de nuevo, aunque salió un mensaje que recomendaba conectarlo enseguida a la red. Menos mal que había guardado el informe; ya lo mandaría el mismo lunes, a primera hora, antes de la reunión.
Tampoco era mucha la luz que entraba por la ventana. Lo que parecía un ruido de teclas no era sino un fuerte burbujeo de gotas de lluvia llorando sin consuelo sobre los cristales del ventanal. De pronto notó una vibración en su bolsillo. Sacó su teléfono para escudriñar en la pantalla los avisos para ese viernes: tenía que ir a recoger a su hija a casa de su ex mujer, en menos de una hora, para pasar juntos el fin de semana. Cuando bloqueó el móvil volvieron las tinieblas, salvo por la tenue luminosidad que se desprendía de su ordenador. Entonces, cogió las muletas y, trastabillando, a punto de caer varias veces, salió a la puerta del despacho.
-¿Queda alguien aquí? -gritó, mientras permanecía apoyado en el marco de la puerta. Comenzaba a dolerle el esguince de nuevo.
Un voz salió de la profundidad de la sala contigua: «Sí, Andrés, yo todavía sigo aquí». -Luis se acercó unos pasos hasta que el contorno de su figura se hizo visible.
-¿Qué ha pasado? Se ha ido la luz por la tormenta, ¿verdad?
-Así es.
Tras un incómodo silencio, Andrés, comenzó a hablarle con un tono de voz más alto que de costumbre:
-Necesito irme ya y seguro que los ascensores no funcionan. ¿Sabes si el generador de electricidad del sótano ha puesto en marcha el montacargas de emergencia?
-No ha funcionado y el conserje ya no está. Pero puedo bajar y activarlo manualmente. Subiré a buscarte -prometió mientras se alejaba, perdiéndose otra vez entre las sombras.
Andrés soltó una muleta y, mientras iba apoyando la palma de la mano en la pared, a tientas, se arrastró hasta su mesa donde decidió esperar sentado. Seguro que vendría enseguida. El dolor punzante en la pierna, ya casi insoportable, le hizo recordar lo que había pasado, dos días antes, cuando se estropeó el ascensor en el que iba, precisamente con Luis, al que casi le debía la vida. Al llegar a la planta diecisiete el ascensor había empezado a hacer un ruido raro y a temblar, como si fuera a descolgase. Con un rápido movimiento, Luis había saltado de la cabina y le había agarrado con una fuerza que le pareció casi sobrehumana, evitando que cayera con el ascensor hasta el sótano para romperse con él en pedazos. Podía haber sido mucho peor, pensó mientras un leve escalofrío le recorrió la espalda. Cuando las puertas automáticas se cerraron bruscamente solo aprisionaron su pierna. Si no hubiera tenido la agilidad necesaria le habrían partido el cuello.
Pasaron los minutos y la oscuridad era casi total. Las tímidas luces que conseguían subir desde la calle hasta la planta diecisiete parecían partirse entre los surcos que la lluvia dejaba en el cristal. Cuánto tardaba Luis. ¿Tan difícil era activar el montacargas? Era un inútil; Tenía bien merecido el despido que se proponía en el informe. En ese momento, la luz del portátil se apagó definitivamente. ¿Qué haría? ¿Cómo saldría de allí? Luis no iba a regresar para buscarle. Volvió a coger su móvil. Quedaba un cuarto de hora para su cita y apenas sí tenía batería para un rato más. No podía perder tiempo, tenía que decidir qué hacer: solo le quedaba descender por las escaleras; eso haría. Con la luz del móvil y una muleta podría ir bajando poco a poco, agarrado a la barandilla. Había pocos tramos de peldaños en cada piso y en unos minutos podría estar en el bajo, saldría a la calle y pediría un taxi y llegaría solo con un pequeño retraso a recoger a su niña. Casi respiró aliviado al pensar en que no tendría que coger un ascensor después de todo. Si volviera a estropearse esa vez no tendría la suficiente destreza para sobrevivir.
Dando pequeños saltos fue deslizándose por el pasillo a oscuras, hasta llegar donde calculó que estaba la salida a la escalera. Allí cogió su teléfono, lo sujetó con los dientes y alumbró el suelo. Abrió como pudo los cortafuegos, tambaleándose, empujó la puerta y llegó al primer tramo de escaleras. En pocos segundos bajó al piso dieciséis, luego al quince, al catorce y así varios más, mucho más rápido de lo que había imaginado. Pero al llegar a la planta ocho el móvil se quedó sin batería. Jadeando, volvió a guardárselo en el bolsillo a tientas, apretó los dientes y casi pegado a la pared comenzó a bajar de nuevo. No veía más que tinieblas, ni tan siquiera las luces de emergencia; no se escuchaba nada, solo la tormenta y el viento ululando entre las rendijas de ventilación.
Debía de estar ya por la segunda planta cuando le pareció ver un reflejo en la penumbra que le dejó paralizado. Esa imagen se acercó más a él hasta que casi podía percibir su aliento. No pudo gritar; solo sintió cómo le agarró con una fuerza casi sobrehumana y, tras un breve forcejeo, consiguió que se desplomara y que comenzara a rodar escaleras abajo.
Sobre las siete de la mañana del lunes, el conserje encontró a Andrés en el tramo de escaleras del primer piso, con el cuello partido. Mientras marcaba en su móvil el teléfono de la policía, iba diciendo en voz alta, como si los muertos pudieran escuchar: «¡Vaya temeridad! ¿Por qué no encendió la luz para bajar?»
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