La puerta! Es Carlota, no hay duda. Imprime un carácter especial al abrir el portal. El ascensor…
¿Cómo vendrá hoy?, ¿Disgustada, abatida? De un tiempo a esta parte, cualquiera de las formas que existen dentro del mal humor, son sus compañeros de viaje. Antaño no era tan adusta. Era una delicia verla llegar! Sonriente, de buen talante. Aunque llegara cansada, seguía con sus quehaceres, gastaba bromas y todos nos contagiábamos de su alegría. Se mostraba feliz, segura de sí misma. Se entregaba totalmente (y aún lo hace), a sus hijos; dos diablillos de cuatro y seis años, a cual más revoltoso. Espigados, con rizos dorados uno y castaños el otro, carita redonda con hoyuelos en sendas barbillas, nariz respingona, y unos luceros que muestran su universo, y que traslucen la inocencia de su interior. No les priva de nada, pero tampoco los maleduca, No se parecen a sus colegas de colegio, chavales consentidos y caprichosos. Ella es bastante estricta en ese aspecto y con una de sus mejores sonrisas los lleva a su terreno; sin concederles sus caprichos, y sin decirles NO, consigue que no se desmadren.
Trabaja en la oficina de un taller mecánico con una plantilla de 40 obreros. Una actividad de la que había tenido que aprender todo. Lo consiguió con dedicación y arrojo, junto con la ayuda de la maravillosa gente que encontró en el entorno. Clientes y proveedores, movidos por un mismo fin, y con los que fue formándose. Logró convertir una labor monótona y aburrida, en una diferente, dinámica, y atractiva, con la que disfrutaba. Posee una lógica interesante: “¡Aumentan los encargos, mejor irá el negocio, y mejor para los trabajadores!” Con este lema, no llegaba a tener stress por la acumulación de facturas debido al aumento de reparaciones; por el contrario, esto lo convertía en goce. Es absolutamente positiva y eficaz. Amable y cariñosa, siempre en la piel de los demás, con una sonrisa que borra la fatiga de su faz.
En una ocasión, llegó a casa tan emocionada, que casi tartamudeaba para hablar. «Mi director me ha comunicado que va a implantar una nueva sección de venta de artículos, por lo que necesitamos ampliación de personal» —nos contó igual que si le hubiera tocado la lotería. Y desde ese instante, mudaron los aires para ella y para mí.
El príncipe en cuestión, es un trepa de mucho cuidado, un vago con memoria fotográfica. Un quebrantahuesos, que además se cree un adonis, con cierta habilidad para escabullirse de su responsabilidad y dedicarse a zancadillear, haciendo oficio propio de ello. Porque invariablemente el grueso de la faena le cae con frecuencia a la “veterana”. Una tarde que fui a buscarla, y viendo su porte tan vanidoso y chulesco, a punto estuve agredirle, pero ella me lo impidió con una afable guiño.
Al cabo de una semana su expresión, actitud, y motivación empezó a mudar cual una crisálida, y se tornó en un ser sombrío, y huraño. Había trabajado tan duro para conseguir orden y armonía en el departamento, que sin darse cuenta, lo siguió manteniendo en aras a que su compañero no terminara por crear un verdadero caos. Naturalmente, nadie supo de su esfuerzo extra, y los merecimientos del avance, se los otorgaron al “novato”. ¿Qué podía hacer? ¿Denunciar los hechos en gerencia, y quedar como una chivata, creándose un enemigo extraordinariamente potente? Optó por callar, y creer que en algún momento se desvelaría la vaciedad del interfecto. ¡Cuánto aprendió sobre el género humano en aquellos días! Los patronos no se percataron, o no se dieron por aludidos al respecto de la conflictiva situación. Se convenció de su deshumanizado comportamiento al escuchar que, un mayorista advertía a su jefe de los atropellos que estaban ocurriendo, y la respuesta que recibió: “La empresa no puede entrar en conflicto con los empleados, ellos tienen que resolver sus diferencias. Si el trabajo no lo hace uno, pero lo hace el otro, nosotros no perdemos, ellos sabrán”
Llega fastidiada en grado superlativo. Intenta evadirse y se esfuerza en continuar con las labores domésticas, pero la energía empleada es tal, que se agota, y su enfado crece hasta desbordarla.
No ve la televisión, no escucha la música, únicamente habla, y habla de la vivencia del día, que de forma inexplicable tiene que ver con la del día anterior, y del anterior, y del anterior del anterior. Una historia encadenada que la va oprimiendo a marchas forzadas.
Yo la escucho. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Solo acompañarla e intentar entenderla. Le procuro mi cariño, y se serena conforme va destilando el veneno que ha ingerido durante la jornada laboral. Recuerdo aquella vez en la que entró dando un portazo y profiriendo repugnantes insultos a todo el mundo; “Si mirara al diablo a la cara, vería la del “trepador” —dijo airada, y estampó los platos contra el suelo con tal maestría, que parecía ser una tarea habitual. Poco faltó para que me viera metido en el saco de sus desgracias. Gracias a Dios que los niños asistían a clase de pintura y cuando llegaron, la tormenta había escampado.
¡Ya entra! …
¡Ahí va! No viene enfadada… Ni triste… Parece calmada, los ojos llorosos, ¡ésto es nuevo! No la había visto así nunca. ¿Qué habrá ocurrido? Estoy en ascuas. Esta mujer es fuerte y no llora con facilidad. Algo gordo, gordísimo ha pasado, me da en la nariz. Tengo que ser cauteloso, sea cual fuere la circunstancia, debo mantener la calma, y estar solícito y encantado de gozar de su presencia, de amarla, de atenderla. Si, la recibiré tranquilo, tal que si no me hubiera fijado en su semblante.
—¡Se acabó! Me he despedido de la compañía. Me he levantado, y me he ido. Adiós a tanta falsedad —dice mientras coge mi correa y mi cadena.
—¡Monty, vamos a la calle, nos merecemos un largo paseo y unas salchichas de las que tanto te gustan!
¡¡Guauuuuuu!!
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