Era un día lluvioso y gris. Con la desidia habitual y provista de un paraguas transparente, me dirigí al juzgado. Ese día tenía previstos en la agenda varios señalamientos, juicios por robo, por hurto, por estafa, por lesiones, y un último juicio por delito de daños y por una falta contra los intereses generales. Llegué puntual, y, tras intercambiar los oportunos saludos con el resto de personal, me dirigí al despacho y me metí dentro de mi toga, larga y negra, decorada al final de sus mangas con puñetas de ganchillo de Almagro y adornada en la pechera con un escudo dorado. Salí al escenario. Allí sentada, en medio de la Sala de vistas, me sentía en muchas ocasiones como una actriz de teatro, como si en lugar de celebrar un juicio fuera a representar una obra de ficción. Son muchas las analogías: el tablado, los estrados; los actores, los intervinientes en la vista en calidad de partes, testigos o peritos; el público, los asistentes a la representación; y, parte de los actores de la obra de teatro, los “profesionales”: juez, abogado y fiscal disfrazados con sus vestimentas negras y solemnes. Enfrente de mí, el verdadero protagonista, el acusado, sin disfraz aparente, casi desnudo y expuesto al veredicto final. Cada juicio se iniciaba con un protocolo, con un orden preestablecido. Ese día, celebradas las tres primeras vistas y conformadas las dos segundas, llegó la hora del último juicio: “Juicio Oral nº 228/15, delito de daños y falta contra los intereses generales”, rezaba la carátula del expediente: El origen del juicio se hallaba en una discusión entre un hombre y una mujer (los dos, acusados) motivada porque, según él, unos perros -propiedad de la señora en cuestión- le habían mordido en la pantorrilla; según la señora, porque él le había rayado el coche. Iba a comenzar la vista cuando la agente judicial comunicó con estupor que la acusada pretendía entrar a la Sala de vistas con dos perritos. Antes de dar respuesta a la cuestión que se planteaba, se abrió la puerta de la Sala y vi entrar a quien debía de ser la siguiente protagonista de la última representación de la mañana: alta y delgada, desgarbada, vestida con colores chillones. Sobre unos altos y finos tacones, parecía tambalearse cada vez que daba un paso. Un bolso fucsia, a juego con sus labios gruesos pintados, colgaba de su brazo izquierdo. Entró, efectivamente, acompañada por dos perros pequeños, dos caniches blancos que sujetaba con una correa cogida por su mano derecha. Se parecían entre sí (entre ellos y la señora), en su forma de andar, en su porte, y también en su pelo y sus complementos. Ambos, la señora y los perros, con el pelo rizado y cardado; ambos, la señora y los perros, lucían un collar de brillantes alrededor de su cuello. Sin preguntarle nada, ella, algo nerviosa y expresándose con cierta dificultad, se justificó: “¡me enviaron un papel en el que me decían que viniera a juicio con los perritos y con todas las pruebas que tuviera!”, al tiempo que extendía hacia la agente judicial la cédula de citación. Decía así: el día 22 de mayo de 2016, a las 12:30 horas, deberá acudir al acto de juicio con cuantos testigos, peritos, documentos y demás medios de prueba pretenda hacer valer.
“¡Peritos, señora, peritos, no perritos!, gritaba exasperada la secretaria judicial, situada a mi izquierda, tras dar lectura en voz alta al contenido de la citación.
En lo alto del estrado, en la palestra, me encontraba yo, incapaz de articular palabra, disfrutando con la escena y regodeándome con la confusión generada por el fonema vibrante simple que, para la señora acusada, la auténtica protagonista de la representación, siempre fue un vibrante múltiple. Por mucho que todos, agente judicial, secretaria y yo misma, intentáramos explicarle la diferencia, Dña. Matilde Requero, que así se llamaba la señora de pelo cardado y collar de brillantes, nunca entendería que una mera cuestión fonética pudiera impedir la presencia de sus perritos en la sala de vistas.
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