David Hernández Labastida
— Cuénteme.
— Un día se acercó mi mujer con el teléfono: te habla el licenciado Huerta. Él había sido mi jefe ¿sabe?; la última vez que lo vi fue dos años antes en su oficina, cuando me dijo que había renunciado a la Dirección. Llevaba meses visitando personajes influyentes y a sus contactos políticos para que lo apoyaran a conservar el puesto. Pero nadie le pudo ayudar. Decían que el Gobernador ya había ofrecido esa Dirección a un amigo. Cuando escuché al Licenciado le dije que yo también me iba. Me dijo que no, que aguantara lo más que pudiera.
Nomás se fue, el Subsecretario mandó gente a la oficina para investigarnos. Todos eran jóvenes, bien vestidos y hablaban como si fueran jefes. También a mí me entrevistaron. Una semana después dejaron de mandarme trabajo del quinto piso y me visitaron dos de esos jóvenes. Querían que me fuera, pero usaban palabras políticas para convencerme de que era por mi bien. Hablaron de mi edad, mi salud, la familia. Me aguanté el dolor de estómago hasta que se fueron. A los pocos días ya tenía gastritis, no podía dormir por las noches y andaba nervioso todo el día. Supe que me tenía que ir. Esa tarde les hablé para negociar, acepté el finiquito que ofrecieron y renuncié.
Con ese dinero compré un terreno en un fraccionamiento campestre. Estaba en una calle angosta y empinada. Llevé a Manolo y me dijo que tenía bonita vista. Mi mujer propuso que hiciéramos una casa como para nosotros o para nuestra hija y los nietos si se ofrecía. El proyecto de Manolo nos gustó y empezamos a construir. Yo estaba ilusionado; por eso me negué cuando el Licenciado llamó para invitarme a trabajar en otra ciudad. Terminamos la casa en cinco meses. Como todos los que la vieron decían que les gustaba, pensé que se vendería pronto y que podría construir otra casa y cuando esa se vendiera, otra, y así vivir con tranquilidad.
Pero pasaban los meses y la casa no se vendía. Contraté personal para su mantenimiento: quitarle humedades, podar los jardines, volver a pintarla. Yo mientras seguía pagando el agua, la luz, el impuesto predial. Un día lluvioso mi agente me pidió que nos viéramos ahí. Manejé despacio bajo el chubasco para no caer en los baches que habían quedado escondidos. Al llegar vi el torrente que bajaba de la montaña y había partido la casa en dos; todavía pasaban por la cochera trozos de concreto y fierro que se iban junto con mi dinero hacia el fondo de la calle. De pronto me vi desempleado, sin ingresos, tapado de deudas y con mi jubilación embroncada.
Con la cola entre las patas, le hablé al Licenciado. Al otro día me trasladé a su oficina. Me dijo que el puesto ya estaba ocupado, pero que encontraría algo para mí, claro, con menos sueldo. Me sentí derrotado, aunque en ese momento pensé que algo es mejor que nada.
Llevaba así como cinco años, cuando llegó el nuevo Director General. A mi jefe no le gustó nada porque aspiraba a ese puesto. Las primeras semanas fueron tranquilas, pero pronto vimos que el nuevo traía línea. Cuando se enteró de cómo estaba la Dirección, dejó de recibir al Licenciado, le bloqueó la información y puso requisitos disparatados para conseguir papelería, viáticos, vehículos de trabajo. También nombró a su secretario para tratar con el Licenciado los asuntos de la Dirección. Mi jefe por poco se infarta; estaba desesperado. Después de insistir mucho y de hacer cualquier cantidad de antesalas, le autorizaron su liquidación.
Cuando se marchó, me sentí como perro sin dueño. Algunos compañeros no aguantaron la presión y se fueron. Pero para mí no era opción renunciar. Un abogado laboral conocido mío me aconsejó registrar diario mi asistencia y que por nada se me ocurriera desobedecer una orden. “Siempre que no lo humillen”, me había dicho. Un día se presentaron los de mantenimiento y me dijeron que por instrucciones me cambiaban de oficina; puse mis cosas en una caja y los seguí sin chistar.
El archivo del Registro Público de la Propiedad era oscuro, lleno de cajas de cartón y con un fuerte olor a humedad. En un gabinete de muros bajos y sin puerta, acomodaron este escritorio metálico gris de dos cajones, sin llaves; una silla con una pata dispareja, y un viejo ordenador. Ya que se habían ido los hombres, puse en el escritorio fotografías de mi mujer y mis nietos. Desde ese lugar tenía una vista total; alcanzaba a ver a lo lejos la puerta del Registro, trabajadores, usuarios, pilas de cajas. Cuando salí al sanitario encontré a dos jóvenes de camisa y corbata; los volví a encontrar al ir comer. Supe que eran los que mandaban a presionarme. Luego de unos días hallé anónimos en el escritorio: decían que era un viejo inútil, que mejor renunciara. No me importó; esta vez no me iban a ganar.
A partir de entonces me dediqué a cuidar a los espías. Llevé mis alimentos al trabajo y comía ahí. Aprovechaba para ir al sanitario cuando ellos se reportaban, y salía por la tarde cuando cerraban la oficina. El santo día me lo pasaba vigilando. Con todo y eso, una mañana vi que mis fotografías habían desaparecido. Después de buscarlas sin éxito, enfurecido, decidí actuar. No los reporté porque era mi palabra contra la de ellos. Tenía que descubrirlos.
Traje del departamento otras fotografías y las puse en el escritorio. Era cuestión de esperar. Como quería sorprenderlos, me instalé en el escondite que días antes había adaptado en un hueco del montón de cajas, a unos pasos de donde me sentaba. Apenas cabía, pero desde que encontré ese refugio, hice un hueco entre los cartones por donde podía mirar mi escritorio. Lo mejor es que nadie me podía ver…
— Oiga, dígame de una vez, ¿cómo consiguió el arma con la que atacó al licenciado Jiménez?
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