Filippo detestaba las clases de canto, pero dado que su hermano destacaba desde bien temprana edad en este arte, su madre, para aprovechar el viaje y ya que no pagaba ni un ducado de más por el pequeño, prefería dejar a los a dos niños en la academia y así al menos lograba hacer el reparto de leche sin el lastre del pequeño revoltoso.

Su hermano Renato había empezado su formación con tan sólo 5 años, era una disciplina bien conocida en el hogar, pues el tío segundo Carlo, conocido ya como Barateli, estaba logrando en esos tiempos gran éxito como Castrato alrededor de medio mundo. Corría el s.XVII y muchas eran las madres que animaban a sus hijos varones a emprender esta carrera que les podría acarrear, con suerte, un reconocimiento mundial.

Renato admiraba a Barateli, se regodeaba antes sus compañeros por su parentesco, aunque fuera remoto, y soñaba con cantar junto a él algún día. A través de su madre, se informaba de todos los pasos de su tío lejano, representaciones alrededor el mundo, costosos viajes, lujosos hoteles, mujeres y hombres que lo seguían allá dónde iba. Tras dos siglos desde que el Vaticano prohibiera la presencia de mujeres en los escenarios, los Castrati, como solución a la figura de soprano, habían alcanzado por aquel entonces la cumbre de su éxito.

El niño Renato no era del todo consciente de la intervención a la que debía someterse. Para los miles de jóvenes aspirantes, sólo se trataba de un paso más para alcanzar ese tono de pureza que caracterizaba a los Castrati, esa voz fascinante que combinaba lo agudo de lo femenino y la potencia de lo masculino, conformaba un timbre de tal naturaleza, que aquellos que lo oían lo comparaban con la voz que se suponía emitían los mismísimos ángeles.

Era Filipo el que preguntaba de forma descarada a su madre los detalles de aquella intervención. Le aterrorizaba la idea y temía que llegado el momento, pues ya contaba con 6 años, también intentara hacer de él un Castrato.

“¿Madre, es cierto que te introducen en una cuba de agua caliente para que te ablandes y que luego el cirujano te corta ahí abajo para que no crezcas más?” su madre intentaba quitarle importancia a estas preguntas con una risa fingida. En el pequeño Filipo no veía mucha posibilidades pero no era así con su hijo mayor Renato, y no quería de ninguna de las maneras que su hermano lo atemorizara con detalles escabrosos sobre la operación. “Madre ¿verdad que los Castrati no pueden tener hijos?”, “¡Silencio Filippo!”, pues Renato aún conocedor, era tan consciente como un niño de 10 años puede llegar a ser ante este tipo de cuestiones.

Antonella había estado ahorrando durante años, la lechería les daba lo justo para comer e intentaba sacar ingresos extras trabajando de costurera o limpiadora. Se esforzaba todo cuanto podía por ayudar en la formación de su hijo. Sin darse cuenta, aquel inocente niño se había convertido en su única esperanza y al fin, tras meses de búsqueda, logró dar con un barbero en Scandici, a las afueras de Florencia, afamado por sus módicos precios y por su pericia al llevar a cabo hasta 8 intervenciones a la vez.

Para entonces, Renato ya tenía 10 años, era el momento adecuado, pues pronto mudaría su voz. En otros compañeros de la academia, se podía observar cómo al haber sido castrados con edad más prepuberal, rasgos masculinos, casi de adulto permanecían en ellos para siempre, y Antonella no quería eso, Renato debía ser un Castrato con rasgos finos y femeninos, imberbe y con voz angelical. Cuando llegó el día, los tres juntos recorrieron el camino hacia uno de los barrios más repugnantes de Florencia. En una calleja sin salida, detrás de la Piazza del Mercato, estaba situado el pequeño taller de Rarconi, una estrecho callejón que hacía a las veces de vertedero, y que resultaba infranqueable por los montículos de fruta y verdura podrida que crecían sin cesar de lado a lado.

Aún siendo temprano, una larga cola de padres con sus retoños se formaba evitando los montañas de hedionda basura. Padres harapientos que utilizaba todos sus ahorros para costear aquella operación y dar así a su hijo la remota oportunidad de huir de esa vida de mediocridad y miseria. Todos ellos evitaban pensar que sus hijos, no por falta de talento sino por suerte en el camino, se quedaran como sucedía a la mayoría de niños, avocados al olvido, miles de niños en la sombra y con un cuerpo mutilado de por vida.

Cuando llegó su turno, un ayudante de rostro arisco con mandil y manos cubiertas de mugre, condujo a Renato a la trastienda de la barbería. Antonella tuvo que esperar fuera, y pudo observar los semblantes de todos aquellos niños que salían despachados con sus torpes andares, con sus rostros pálidos y doloridos. Cuando el turno de Renato hubo acabado, el niño, con ojos todavía asustados, se dirigió a su madre y sin mediar palabra tomó el camino a casa. Con paso lento y silencio absoluto recorrieron la larga distancia hasta Campo di Marte.

Tras pasar una noche angustiosa, a la mañana siguiente, Renato seguía postrado en la cama, su temperatura ascendía y Antonella intentaba aplacarla con paños húmedos e infusiones de albahaca e hinojo, pero la calentura seguía subiendo y los delirios no tardaron en llegar. Durante ocho días el cuerpo de Renato luchó contra una devastadora fiebre que de forma implacable acabó con él. Antonella, acompañando en todo momento a su hijo, pudo sentir su último aliento y con unos ojos todavía borrosos por las lágrimas derramadas pudo atisbar al fondo de la estancia al pequeño Filippo, que ajeno a la situación, balanceaba sus cortas piernas que pendían de aquella silla coja, carcomida, y no pudo más que pensar, que quizás, el talento era sólo cuestión de trabajo y Filippo sólo debía esforzarse un poco más. 

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