LA CHURRERÍA DE LOS DESENCUENTROS

LA CHURRERÍA DE LOS DESENCUENTROS

Solía eludir el pago del salario de sus empleados, a los que tenía esclavizados desde tiempos de antaño,  porque «el dinero no era lo más importante de ir a trabajar»

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La señora Cipriana, mujer avara y carente de principios, recogía la masa de hacer churros que se le caía al suelo y la echaba en el aceite hirviendo para freir las porras y vendérselas a su clientela, quien ignoraba el proceso en que éstas habían sido elaboradas.

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Como un alumno que se siente calmado en su clase porque han culminado ya todas las tareas y actividades del día, se exponía el panorama urbano de la calle Cerdeña de Barcelona, una tarde de invierno a las ocho pm.

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Decidió que era el escenario idóneo para llevar a cabo lo que se proponía; tras cerciorarse de que no transitaba nadie cerca de la pequeña entrada de la churrería, aquel muchacho con la cara demacrada, nariz aguileña, hombros esqueléticos, pies grandes cubiertos con unas bambas Nike blancas, sucias y aparentemente robadas, entró en el establecimiento.

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¿Cuánto valen esos pestiños?, preguntó a la dependienta; pues ponme medio kilo, le dijo tras ésta comunicarle el precio de las pastas y, cuando ella se giró para poner en la báscula lo que el joven le había pedido, rodeando el lateral del mostrador de una zancada, se metió detrás de la barra rápidamente y, antes de que a la muchacha le diera tiempo de percatarse de estos movimientos, se colocó detrás de la chica, la cogió fuértemente por el brazo y, apuntándole con un objeto, envuelto en su propio jersey, le exigió que le diera todo el dinero que había en la caja, un aparato antiguo y rudimentario; ella se sobresaltó y, tratando de sobreponerse al miedo y la incertidumbre hizo entrega de lo que se le pedía, con gran esfuerzo para lograr que el temblor de sus manos no le llevara a tirarlo todo por el suelo.

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Sorprendida ante la visita del ladrón, la vieja Cipriana aguardó observando la escena cobarde y egoistamente, detrás de la cortina de la trastienda, como la sombra de alguien que está investigando un delito con la sangre fría y la objetividad de un detective privado, a quien sólo le importa lo que va a cobrar por el encargo que le ha hecho un cliente de investigar una infidelidad marital o una conspiración, con la precaución llevada a rajatabla de que no le descubran vigilando.

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Ana sentía repulsión por trabajar para una señora sin escrúpulos; si a esto le añadía que plegaba muy tarde todos los días y que, cuando llegaba el momento de cobrar todo eran excusas para pagarle otro día, día que tardaba mucho en llegar, el trabajo era algo detestable; tener que sufrir un atraco, con la dueña mirando detrás de una cortina ya resultaba intolerable.

Inmersa en su egoísmo, a Cipriana sólo le importaba su negocio, por encima de todo, trayéndole sin cuidado la salud o el bienestar de sus empleados.

Su preocupación del momento fue «¿cuánto dinero se habían llevado?» y para nada el foco de su atención consistió en interesarse por el estado físico y emocional de la muchacha después del incidente; así que le preguntó lo primero eludiendo lo segundo, ya que le traía sin cuidado.

Cipriana, semejante al protagonista de la película «los fantasmas de Scrooge», a causa de su necedad y avaricia no tenía a nadie que la quisiera con sinceridad; tenía un hijo al que ella le había enseñado a que no la respetara y a que sólo se interesara por ella cuando necesitase dinero;    

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de igual forma sus dependientes soñaban con la llegada del día en que abandonarían aquel trabajo nefasto; ese día había llegado para Ana; ella encontró un trabajo mejor donde se le pagaba un sueldo digno y se le respetaba más. Todos deberíamos aspirar a un trabajo donde no se nos denigre como personas; por desgracia hay empleos en los que hay mucho abuso de poder.

Cipriana era tan pobre que lo único que tenía era su dinero.

FIN.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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