06.45h de la mañana, suena el despertador de un móvil denominado “teléfono inteligente de última generación”, “inteligente” en detrimento de la autosuficiencia de sus usuarios, ya que cada dependemos más de esta tecnología para todo, y de “última generación”, bueno quizás seamos la última generación que recuerde una carta… 

Mi inteligente pregonero, con tono Zen, me recuerda que comienza otra jornada intentando CONCILIAR mi trabajo y mi familia.

Me esfuerzo en abrir los párpados mientras abandono ese espacio donde todo es ligero, sutil y posible. Donde Vodafone no tiene cobertura y no me pueden localizar…

El único suspiro donde aún me pertenezco: el sueño. Vivo una relación platónica con Orfeo, sueño con su lira

06.55h, una ducha rápida, llevo el móvil al baño, por si me llaman de la oficina, quizás se retrase un vuelo, el taxi no llegue a tiempo, o caiga un rayo sobre la sede central… no, no, no,  un escalofrío recorre mi espalda…

Me visto, intento planchar mi indomable pelo, hago memoria, hoy Lucas tiene gimnasia hay que preparar la bolsa, y Pablo… tiene excursión a la granja escuela, ¿firme la autorización?.

Me maquillo, parezco una mona con ojeras, me tiembla el pulso, la raya de los ojos parece una carretera de doble sentido… lo disimulo con sombra. Ahora parezco una mona con ojeras, mal pintada y con cara de velocidad…

La bolsa de deporte, almuerzos, gorra para la excursión, un café, maletín,  portátil (mis armas de destrucción masiva) recojo una lavadora, parece que va a llover, el lavavajillas de la noche anterior, y saco del congelador la crema de zanahorias para la cena.

07.30h, despierto a los niños, pongo música, el tono Zen de mi teléfono es demasiado “soft”, así que sin pensarlo los someto a una sesión de BabyRadio… ¡Dios! ¿alguien escucha esto?, a juzgar por la cantidad de anunciantes sí, me pregunto si algún día mis hijos me demandarán por esta tortura…

A regañadientes, desayunan entre legañas y bostezos…

08.00h, uniformes, mochilas, y nos disponemos a salir camino del cole,  mejor dicho a la  matinera, donde aparcamos a nuestras crías hasta que comiencen las clases a las nueve.

¡Bien! ¡Parece que vamos a lograr la hazaña de cruzar el umbral de la puerta según el horario previsto! y entonces, Lucas grita que tiene caca… no pasa nada, tenemos margen… mientras Lucas se pone al día con sus necesidades biológicas, Pablo sutilmente ha vuelto al salón y ha encendido la tele…

Cuando vuelvo a reunir a mi cuadrilla junto a la puerta ya son las 08:17, creo que a veces nos quedamos congelados en el tiempo y no nos enteramos, ¿cómo es posible que hayan pasado 17 minutos?.

Ya  no hay margen para errores, sprint, ¡cada uno a su asiento! ¡cinturones!… Una sutil vocecita golpea mi conciencia: – “¿Mamá ese semáforo estaba rojo o naranja?

Aparco en la puerta del colegio, encima de la acera… descargo la “mercancía”… dos besos y un hasta luego, sabe a poco pero no hay tiempo para más.

08:40, dejo atrás nuestra ciudad dormitorio y me incorporo a la autopista para llegar al santuario de mi mesa, en mi oficina, en su empresa…

Comienza a llover, activo los limpiaparabrisas y le doy al play de mi lista de música, respiro. Los coches se paran, intermitentes… Ciudad, tráfico, lluvia, atasco. No llegaré a la reunión de las 09:00h, llamo y aviso, mi pretexto para llegar tarde no es del todo aceptado… así que comienzo a trabajar desde el coche, primero llamo a la agencia de viajes, luego al catering, aviso a los directivos del retraso de la reunión… Tres “wasaps”, once emails, y dos llamadas de mi jefe… el coche de atrás empieza a pitar porque la fila está avanzando y yo no… Miro por el espejo retrovisor y creo me ha regalado algún gesto grosero con la mano.

En marcha, hago mi entrada triunfal en la oficina a las 09:33, algunos sonríen altivos, me miran de arriba a abajo… mi vestido verde, mi rostro de mona mal pintada, con cara de velocidad y ahora también mal humorada, va ser la comidilla del almuerzo, tal vez debería pedir un plus a mi jefe por animar la comunicación entre sus empleados.

Enciendo mi ordenador, me absorto en las tareas del trabajo, correos, reservas, agendas, llamadas…

Mi retraso y mi culpabilidad han hecho que no me despegue de la silla nada más que para ir dos veces al baño.

Suena la alarma, esta vez tono submarino atómico, tengo que salir pitando para recoger a los niños a las cinco, y son menos cuarto… Me encomiendo a todos los santos para que no haya atasco en el camino de vuelta, pero no me han escuchado… un camión ha volcado en el bypass. Saco mi lista de mamás al rescate, y una por una empiezo a llamar a todas mis conocidas para que alguna recoja a mis polluelos…

Al tercer intento, una “buena” madre, me coge el teléfono y accede a esperarme en la puerta del cole, no sin recalcar que a las cinco y media Gustavito tiene karate y se tiene que marchar, que a ella “le gusta ser puntual”.

Me trago el orgullo, y piso a fondo para llegar cuanto antes y no enfadar a la colaboradora y “puntual” mamá de guardia.

17:18, derrapo hasta la verja del colegio, agradezco a mi salvadora su ayuda, abrazo a mis niños y retomo mi batalla y mis frentes.

Pseudo termina una jornada laboral para comenzar otra: natación, inglés, deberes, duchas, cena… 

22:15, sin ganas de mí, ni de nada que se me parezca, me miro en el espejo, como un fantasma que arrastra sus sueños y es incapaz de llevarlos a cabo. 

De repente, cuatro ojitos inocentes aparecen en el quicio de la puerta del baño y se oye una voz rota que dice: -“¿Mamá, qué te pasa?”

Entonces me rompo, me caigo, respiro, me levanto, sonrío… un cuento de cosquillas, dos besos de buenas noches y sigo soñando.

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