Esa mañana el desgraciado del director nos reunió de urgencia a todos: “amigos, ya sabéis cómo están las cosas. Siento comunicaros que sobra el ochenta por ciento de la plantilla. La única opción que os queda para seguir trabajando en la empresa es trasladaros a Girona. No he podido hacer nada. Lo siento”. Y salió de la sala de reuniones dando un portazo sin levantar la mirada del suelo.
Los demás nos quedamos allí, de pie, en silencio, mirándonos los unos a los otros sin saber qué decir. Algunos tenían los ojos enrojecidos. Fuimos abandonando la sala y nos dirigimos a nuestros puestos. Cada uno, delante de su ordenador, fingía seguir trabajando.
Las palabras del director me habían martilleado el cerebro desde entonces. Todo el día había estado ausente, dándole vueltas a la situación. No me lo podía creer. Después de 25 años trabajando en la empresa, de darlo todo por ella, haciendo horas extras nunca pagadas, robándole tiempo a la familia, me lo agradecían de esa forma. Lo peor de todo era la propuesta: irse a 900 km, a la otra punta de España y aprender otra lengua; a mi edad. La oferta no era más que una trampa. Sólo buscaban que los empleados nos negáramos a trasladarnos. ¡Quién iba a irse en esas condiciones! Quizás los jóvenes que no tenían ataduras, pero el resto… En mi caso, ¿dónde iba con tres hijos, dos de ellos adolescentes? Y, además, Pili; después de mucho luchar, había conseguido, hacía apenas medio año, que la hicieran fija. ¿Cómo iba a proponerle ahora renunciar a lo que tanto le había costado alcanzar?
¿Y marcharme solo y viajar los fines de semana para ver a la familia? Pero…, la distancia… Me pasaría la mitad del tiempo en medios de transporte para estar unas horas con ellos. Me perdería tantas cosas de la educación y el crecimiento de mis hijos. Y Pili… Después de tantos años juntos, no me imaginaba una vida alejado de ella.
Si decía que no, ¿dónde iba a encontrar yo otro trabajo en una ciudad pequeña como ésta? Estaba todo el mundo en paro. ¿Quién iba a contratar a un hombre de 48 años? Los empresarios sólo buscaban jovencitos.
Todo el día distante, distraído; como ahora, delante de la pantalla viendo el Derbi, sin apenas enterarme de qué estaba ocurriendo. No había celebrado ni los goles del Atleti. Y eso que iba ganando por goleada al Real Madrid. En condiciones normales, estaría eufórico.
Notaba que Pili me miraba por el rabillo del ojo con desconfianza; hasta que estalló:
– ¿Qué pasa?
– Nada. Estoy viendo el fútbol.
– ¿Viendo, dices? Pero si ni has insultado al árbitro por la expulsión de El Niño. Pasa algo y gordo.
– ¡Por Dios! Siempre te pones en lo peor.
Y en lo peor estábamos… ¡Qué razón tenía! ¡Qué bien me conocía! ¿Cómo iba a decirle que la estabilidad que tanto habíamos tardado en conseguir iba a sufrir un vuelco?
FIN
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