Mi primer empleo siempre lo he considerado ser un buen hijo y sacar buenas notas, no obstante, eso no me iba a pagar mis gastos, yo solo quería tener dinero para alguna capricho y alguna que otra fiesta. No quería pedirles a mis progenitores más “paga” supongo que por orgullo propio, mucho menos quería de cara al futuro que pudieran ejercer sobre mí una forma de control económica. La solución a todos mis problemas era un trabajo, pero seamos sinceros ¿Cómo se consigue trabajo sin siquiera tener la ESO y siendo menor de edad? Pues con mucha suerte en verdad.
Encontré un empleo en mi colegio entrenando a baloncesto. Niños de 7 años, tres horas semanales repartidas entre los lunes, martes y miércoles por la tarde, a 4 euros con algo la hora cobraba 300 por trimestre y el día que me pagaban era el chaval de 16 años más feliz de la tierra ¡eso sí! Solo al llegar a casa, porque el trayecto con tanta pasta era toda una aventura que por suerte siempre terminaba con una correspondiente lluvia de billetes.
Nada más empezar cometí mi primer error laboral grave, le dije a un amigo de ir a medias con el curro para que se me hiciera más llevadero, pero como dice mi abuela: “no mezcles churras con merinas”, que en otras palabras quiere decir que no mezcles lo complicado de una amistad con lo complicado de una relación laboral en una sola persona. Solo trabaje un año en ese sitio y menos mal… Tenía una organización pésima y encima nos pagaban una miseria en negro, aunque era más de lo que cualquiera de mi edad podía conseguir sin la empresa de papi.
Al siguiente año tenía dos opciones, apretarme el cinturón viviendo de las pocas rentas que habían sobrevivido al verano o acabar explotado y amargado en un trabajo que odiara. Por la manera con la que he planteado el problema, obviamente podréis adivinar que opte por la primera.
Pero un día cambió todo, y digo que cambio todo no porque cambiara todo, sino porque sobre todo cambié yo.
El trabajo que llegó como un oasis en el desierto no requería precisamente del trabajador una moral. En resumen, que estaba mal y no tiene otra palabra, no hay vuelta de hoja. Aun así me encantaba pasar “yerba”, se me daba realmente bien, era un trabajo en el que me sentía realizado y el hecho de que fuera ilegal como decía una amiga mía le daba más “morbo” al asunto.
Estaréis pesando en el típico pandillero pasando marihuana en papel albal mientras se fuma la mitad de su mercancía y vende la otra mitad para poder costearse su adicción que solo le trae disgustos a su pobre madre, lo cierto es que desde el principio me lo tomé con mucha disciplina, aplique todos los conceptos de economía que estaba dando ese año, que por otro lado me dieron muy buena media en esa asignatura. Era autónomo, asique mis beneficios dependían de mi trabajo y tiempo invertido, me sorprendí del mandón que llevaba dentro.
La primera decisión que debía tomar era a quien comprarle la mercancía en cuestión, la de personajes de la vida que conocí en este proceso daría para escribir un libro, era un mundo en el que a simple vista no encajaba, por suerte la oferta y la demanda no opinaban lo mismo.
La cultivada en exteriores se vendía mejor dada la cantidad que aparentaba en una bolsa de 1 gramo, por otro lado era más barata, podías conseguir por 70 euros 25 gramos, que a precio de calle ascendían a 125 euros dándome lo restante de beneficio. En cambio la interior era para un mercado más entendido y siempre triunfaba, al día siempre te contaban el “blancón” (Bajón de tensión a causa de fumar demasiado) que le había dado a su colega ¡Nunca fallaba con las más potentes! Podías conseguirla de calidad dudosa a 80 euros los 25 gramos o extremadamente buena a 90.
La segunda parte del trabajo era el empaquetado, era una parte muy delicada en la que era imprescindible tener un buen peso digital porque 0,2 gramos eran 1 euro y a veces sabías que era imposible que el cliente se diera cuenta de ese detalle. Estaban las chivas (bolsitas de plástico) normales, las mordidas una vez para amigos y las mordidas dos veces lo podéis imaginar. En este proceso había infinidad de trucos, timos, triquiñuelas y trampas que a la larga me proporcionaron mucho dinero y a la corta más que un buen momento para recordar.
La parte final del trabajo como dice mi madre es carretera y manta, siempre por supuesto alado de mí querida bicicleta con la que desarrolle una habilidad sobrehumana para ir del punto A al punto B en un tiempo de vértigo, encima sin ser atropellado
Todo ello por supuesto sin olvidar un pequeño detalle, era bastante ilegal, aunque fuera menor y no pudiera entrar a la cárcel y al cumplir la mayoría de edad desapareciera el delito de mi ficha policial, una multa por tráfico de estupefacientes y posesión se alejaba de mi primer objetivo de no costarles más dinero a mis padres. Lo cierto es que me auto engañaba un poco alegando ante mi pepito grillo interior que tomaba las precauciones necesarias, aunque realmente era indudable que me la estaba jugando y en más de una ocasión casi se va de madre.
Decidí dejarlo todo simbólicamente el día de mi decimoctavo cumpleaños y haciendo balance, ese año aprendí mucho sobre la naturaleza humana en ámbitos laborales. Además tenía dinero siempre que quería y una sonrisa en la cara, por un lado reflejaba a un trabajador satisfecho con lo que hacía y por otro a un niño que creía haber encontrado un sitio en un mundo laboral que ni siquiera entendía. Seguramente a lo largo de la vida cambie de opinión acerca de lo que hice pero siempre lo veré como una historia del trabajo.
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