Víctor oyó las voces con la misma intensidad que la descarga de guitarra. Ya no era el susurro que lo atormentaba desde que Marina se marchó. Esta vez, entendió lo que le pedían y estaba dispuesto a obedecer. Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando pidió el tercer trago. No sintió prisa, el momento llegaría. Se acomodó en la barra y agitó su cabeza al ritmo de la música.

Una versión mediocre de Black Sabbath sonaba de fondo cuando Víctor recordó la noche en que su novia de cinco años le dejó. Bebió todo lo que su cuerpo pudo contener y cuando no hubo sed, obligó a sus venas a seguir bebiendo por él. Cuando se despertó dos días después en medio del salón, aún estaba bañado en sus propios jugos. Los susurros lo habían obligado a levantarse. “¡Déjenme en paz!”, pidió suplicante. Sólo ahora lo veía claro, las voces se habían dado cuenta de la jeringa y lo obligaron a levantarse. Cómo no supo antes que las voces no buscaban atormentarlo.

Desde la barra fijó su mirada en una camareras. Como en un trance, siguió los destellos de su cabello largo y rubio. Atento a la cadencia sus movimientos, se detuvo primero en los senos grandes y expuestos en la camiseta transparente. Sus ojos recorrieron luego el camino vertiginoso entre su cintura y las curvas de sus caderas. Tenía que hablarle. Las voces podrían esperar. Tomó el último sorbo de la botella y sin perder de vista a la chica atravesó el bar.

–  ¡Llevo media hora esperándote en el auto! – sintió la mano de Pancho en su hombro y sus palabras como taladros en los oídos.

–  ¿Qué? – respondió aturdido.

–  Me pediste que te viniera a buscar y llevo media hora esperándote. ¿y tu teléfono?

Semiconsciente, saliendo a penas del embrujo seductor de la camarera, vio en la pantalla de su móvil las diez llamadas perdidas y escuchó de nuevo los susurros. Esta vez eran tan profundos que creyó que el bar se había vaciado y sólo vio en cámara lenta las piernas largas y desnudas de la camarera atravesando el laberinto de mesas en dirección a la salida. Al cerrarse la puerta, el ruido de la banda volvió a invadir sus oídos con la intensidad de una perforadora.

Se excusó diciendo que había puesto el móvil en silencio, pero en realidad había olvidado que lo había llamado para que viniera a buscarlo. Sin hacer caso a las preguntas de Pancho, tomó su abrigo y le dijo “tengo algo que contarte. Vamos a mi casa, allí te explico”. Pancho le dijo que era tarde y que no podría quedarse mucho tiempo, pero Víctor parecía ausente. “No te preocupes, no tardaremos mucho”, respondió.

Pancho y Víctor trabajaban en el mismo aserradero en las afueras de la ciudad. Se conocieron hace diez años pero se hicieron amigos cuando Pancho asumió la responsabilidad de un accidente que él había provocado. Absorto en sus pensamientos, dejó caer diez toneladas de madera a mitad de camino hacia el camión de transporte. Pancho siempre había sido sensible a las personas débiles y por eso al ver que Víctor no respondía a sus consignas, supo que su deber como supervisor era asumir la responsabilidad de lo que había sucedido.

La respuesta de Víctor fue la devoción total. Esa misma noche le invitó una cerveza en gratitud. A la quinta ronda, se dieron cuenta de que tenían los mismos gustos en música y que ambos detestaban el lugar donde vivían y trabajaban. “Por este pueblo de mierda”, brindaron antes de regresar a casa.

Habían pasado siete años. Los viernes de cerveza y música se hicieron rutina a pesar de sus diferencias. Pancho era un hombre conversador, un tanto tímido y con responsable en el trabajo. Víctor en cambio disfrazaba su timidez con rebeldía, hablaba poco y pasaba largas horas perdido en sus propios pensamientos. Aún así, ambos encontraban satisfacción en las descargas de guitarra, sumidos en el aire tóxico de aquel bar y entre cervezas se contaron sus vidas.

Sólo Pancho sabía que Víctor había empezado a oír voces después de que Marina lo dejó. Y sólo Pancho se enteraría de lo que decían desde entonces. Cuando llegaron a la casa ya eran más de las 3:00 am y a pesar de que Pancho había tratado de descubrir lo que le sucedía, de su amigo no salió ni una sola palabra.

–  Llámame mañana para que me cuentes qué pasó – le dijo Pancho sin apagar el motor.

–  Anda! Acompáñame con una última cerveza – le respondió – Te quiero contar lo que descubrí. Si vienes, te prometo que te cubro para el próximo cargamento.

Pancho más interesado en la propuesta final que en el descubrimiento, apagó el motor y aceptó la cerveza.

La casa de Víctor estaba en las afueras del pueblo. Tenía un gran porche en la entrada y un sótano repleto de juguetes para adultos. Una mesa de billar, dianas y dardos para liberar el estrés y un refrigerador con suficiente capacidad como para guardar todo el licor de la región.

Pancho había estado allí millones de veces y como de costumbre, fue directo al refrigerador a buscar la cerveza más fría. Las botellas parecían estar pegadas unas a otras. “Creo que se regó algo en el refri”, le dijo a Víctor mientras apretaba los dientes y aplicaba toda la fuerza de sus manos.

Cuando finalmente logró despegar la botella y vio lo que la tenía colada al fondo, apenas pudo contener las ganas de vomitar. Intentó gritar, pero enseguida sintió el hilo fino y tenso que se enrollaba en su garganta y le robaba la respiración. En su oreja izquierda sintió el vapor etílico que se desprendía de los labios Víctor mientras le susurraba.

– No hubieras venido si hubieras sabido que Marina estaba aquí. Las voces me lo contaron todo y ahora solo quiero contártelo a ti.

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