Organizando el mundo

Organizando el mundo

Carlos Jiménez

19/05/2016

Trabajar en un aeropuerto conlleva ciertas ventajas; la mayor es que el mundo entero acude a ti a diario. En plena madrugada, mientras la ciudad le gana todavía el pulso al despertador, la terminal 4 de Barajas empieza a poblarse, con cuentagotas primero, luego en una estampida más o menos civilizada, de una infinita variedad de razas, nacionalidades e indumentarias que, vistas desde fuera, a través de la imponente estructura de cristal sobreiluminada, hacen pensar en un inmenso acuario y en el nervioso e impredecible ir y venir de una gran colección de peces de colores. Solo que estos peces mantienen conversaciones, hablan por teléfono móvil, se despiden, gritan, se abrazan, lloran y se besan, y ese rumor incesante que invade los oídos nada más penetrar en la zona de check-in; una babel de lenguas, acentos y cadencias, flota en al aire, gravita y se desplaza de un lado a otro hasta que se concreta en la voz grave y sincopada de un senegalés que se abre paso a duras penas con el español, una británica vestida a la última a la que le delata su cerrado acento cockney o un matrimonio oriental que, sin entender una palabra del idioma local, repite todo lo que le dicen con una sonrisa esforzada, solícita, casi amistosa. 

El menor paso en falso: un despertador que falla, un vuelo en conexión que llega tarde, una elección equivocada del taxista, y los pasajeros no se presentan jamás en la puerta de embarque. Se esfuman. A menudo, solíamos bromear sobre su paradero; les imaginábamos tragados por la mole del aeropuerto, vagando por pasillos y zonas aún sin acondicionar, uniéndose a otros grupos de pasajeros extraviados y formando nuevas minisociedades en los recovecos inexplorados de la terminal. 

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Durante muchos años traté a diario con gente de todo el globo; desde los desenfadados australianos a los adustos eslavos, pasando por los gregarios japoneses, que se mueven siempre en grupos sincronizados, como diligentes bancos de camarones. He asimilado términos colombianos, peruanos, venezolanos, y me he reído con el lacónico humor de los islandeses. También tuve oportunidad de cambiar algunas palabras con actores, escritores y deportistas célebres. Una vez me vi en el pintoresco lance de acompañar, a través de la zona B, a diez princesas saudíes. La compañía Saudia había contratado ese servicio, porque las princesas tenían fama de disgregarse y sucumbir a las infinitas tentaciones de las tiendas del Duty free. Así pues, mi cometido consistía en conducirlas a tiempo a las diez juntas hasta su punto de enlace. Y no fue tarea fácil; el trecho era considerable y las princesas se me escapaban aquí y allá, solas, de dos en dos, o en grupo, encaprichadas con cada bolso, cosmético y marca de perfume. Me habría gustado contemplarme desde fuera, con mi uniforme de petimetre, encorbatado y sudando la gota gorda, seguido por diez mujeres de la realeza cubiertas por aparatosos chadores y tocadas por shaylas de color violeta, deslizándose por las bruñidas baldosas de la zona de compras como en una película de Fellini. Las escuchaba intercambiar risitas divertidas a mis espaldas; tras aquellos velos debían de ser muy jóvenes.

La insólita situación de los desafortunados que, tras perder su vuelo de conexión y carecer de visado, quedaban atrapados en tierra de nadie, me producía un gran desasosiego interior. La legión de los condenados. Muchos, sin dinero. Ni en España ni fuera; en un territorio que, pese a estar situado dentro de la estructura de la terminal, técnicamente no pertenece al país y está sujeta a las leyes internacionales. 

Al atardecer, la terminal satélite se desertiza, las cristaleras filtran un agradable sol de ámbar; y ese momento del día y todo ese espacio, como de catedral transparente, fue los que escogió un hombre atormentado para seccionarse la yugular con una cucharilla de café. Recostado en uno de los asientos en hilera, su vida declinó tan discretamente como la tarde. En las Navidades de 2006, en vez de nevar, ETA desató una tormenta de cristales y escombros en la terminal, el suelo onduló bajo nuestros pies como el lomo encabritado de una serpiente. Una espeluznante columna de humo se elevó del aparcamiento demolido. 

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También me viene a la memoria el nombre de Emilio. Nacido en Guayaquil unos cuarenta años antes, menudo y algo regordete, nunca lograba tomar su avión de regreso a Ecuador. A la hora de la salida de su vuelo siempre arrastraba una curda mortal. Cada tarde, la compañía le ubicaba en el vuelo del día siguiente, sin recargo alguno; a Emilio apenas le quedaba ya efectivo. Y cada mañana, Emilio se las arreglaba para iniciar su inacabable ronda por los bares del aeropuerto. Cuando llegaba la hora de su vuelo, o no aparecía o llegaba a la puerta tambaleándose, con los ojos vidriosos y la sonrisa agarrotada en la cara, y los agentes de embarque, una vez más, le denegaban la entrada con resignación. Tardó siete días en reunir la suficiente presencia de ánimo para cumplir con los mínimos y regresar a Guayaquil, pero durante aquella semana llegamos a cogerle cariño. Se sentaba siempre en el mismo banco, con la mirada perdida, con los codos sobre los muslos, agarrando con las dos manos un viejo sombrero de tela y dándole vueltas. Todas las mañanas le llevábamos un café y tratábamos de convencerle con diplomacia de que no se la agarrara muy fuerte, que hoy tuviera paciencia, que no podía vivir eternamente en aquel banco de la terminal, que alguien le esperaría en Ecuador y andaría muy preocupado por él, pero Emilio no soltaba prenda. Nos miraba con sus ojos acuosos, meneaba la cabeza, esbozaba una sonrisa que parecía costarle mantener cuando iba sobrio y nos decía: «muchas gracias, señores». Y en cuanto nos dábamos la vuelta, Emilio desaparecía y ya no volvíamos a verle hasta que divisábamos su figura vacilante haciendo eses frente a los mostradores, arrastrando los pies. Nunca supimos en qué rincón de la Terminal 1 pasaba las noches.

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