En la era donde las máquinas multiplican la productividad y deshumanizan el trabajo, aún pervive el oficio de separar la corteza de los pinos para “pelarlos” y así cargarlos en el camión que los conducirá a la fábrica donde las máquinas se encargarán de transformarlos en  muebles, palets o palillos para los dientes, según la calidad de la madera.

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Mi padre, en uno de sus muchos oficios, fue pelaor. Partía con un grupo de compañeros al pirineo catalán y se enfrentaba a aquellos troncos que, tras su corta, se dejaban caer en profundos y escabrosos escarpados, donde como malabaristas accedían con sus herramientas; hachas especiales de corte limpio muy bien afiladas para realizar su trabajo que duraba desde el amanecer hasta que el sol se iba perdiendo entre las acículas de las imponentes coníferas que salpicaban el monte de un verde oscuro profundo y tenebroso a esas horas de la caída de la tarde con el aullido del lobo.

El cante por fandangos y unas buenas migas de pan con chorizos o tocino frito, ponía fin al día. Las mantas húmedas cubrían sus cuerpos que, de tan cansados ni sufrían ni padecían y, si por alguna razón les venía el recuerdo de su mujer o sus niños que se encontraban a cientos de kilómetros, echaban mano a la botella de orujo o cruzaban la frontera con Andorra para comprar unos litros de güisqui escocés a buen precio.

La dureza de este oficio hacía  que se unieran en sus penas y disfrutaran de sus alegrías. La camaradería  resultaba un bien de primer orden ante cualquier infortunio como el que a cualquiera se le fuese el hacha y se hiciera un corte, que más de uno perdió algún dedo, o aún peor, que se cortara al compañero con la carga de culpa que suponía ante un daño tan atroz e irreparable.

El oficio en aquellos lugares suponía una inmigración de cuatro meses dejando a familiares y amigos en el pueblo. Pineros, ajorradores, pinches, pelaores,… todos a una pasaban por el monte como lo hace la marabunta, cumpliendo con su cometido con la mayor profesionalidad. Terminado el estío volvían a su pueblo natal con el dinero ganado que les daría para pasar el resto del año, hasta volver a empezar.

Pero la vida del pelaor es corta como la del minero, y cuando las fuerzas escasean por la edad, se aferran a sus recuerdos y se recrean narrando sus andanzas en la plaza del pueblo, con el orgullo propio de quien se sabe un privilegiado por haber realizado uno de los trabajos más duros y poco conocido que existen y que poco a poco desaparecerá engullido como otros tantos por esas máquinas que multiplican la productividad y deshumanizan el trabajo.                                                                                                                                                               

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